Phillip Morris, ¡Te quiero! (Glenn Ficarra, John Requa, 2009)

Si en algo se caracteriza Phillip Morris, Te quiero es por su cualidad camaleónica para acercarse a distintos prismas a la hora de enfocar su historia, como si danzara con paso fugaz por diferentes géneros cinematográficos.

Tras esa actitud camaleónica se esconde en realidad la incapacidad de encontrar un tono, un sendero concreto, una identidad propia, que ajuste la película a un discurso específico del que poder extraer alguna lectura personal tras finalizar la película.

Al igual que las mil caras de Steven Rusell como timador de poca monta, el filme se desliza primero por los lugares comunes de las últimas películas de Jim Carrey, que olvidan el argumento para tratar de buscar brillantes momentos de improvisación para el actor. El argumento continúa dando tumbos por la superficie de un desarrollo caótico y poco sugerente para desembocar en un drama carcelario, también de tono desdibujado.

La historia de amor que acontece en la cárcel entre unos Carrey y Ewan McGregor que juegan siempre a la caricatura en sus interpretaciones y la llenan de momentos entrañables centrados en la continua parodia, ayuda por fin a encauzar los devaneos de Phillip Morris, Te quiero en una comedia en la que respira un generoso y particular romance, rodeada de los hilarantes intentos de fuga de Carrey de la propia prisión.

En esa lúcida y desprejuiciada combinación de humor y amor la película encuentra sus mejores momentos, pero es ya demasiado tarde para intentar desarrollar lo que podría haber sido una cinta brillante. El camino recorrido hasta encontrar el tono correcto hunde la historia en el pozo sin fondo de las historias impersonales, de los productos sin rostro.

Que Jim Carrey haga una vez más de sí mismo es algo que no sorprende. El delicado papel de McGregor, aún demasiado contenido, sí resulta diferente para un actor que ha participado en todos los registros posibles.

La pareja de directores se pierde entre ambas interpretaciones y nunca sabe cuándo ofrecer momentos dramáticos, ni en qué medida, o cuándo un momento de humor termina y empieza la tragedia, o cuándo ofrecer el pertinente momento del estereotipo gay exhibicionista sin que resulte del todo forzado.

Lo que nos queda finalmente es una media hora final muy disfrutable, en la que se asientan los pocos recuerdos de la película que permanecerán en la memoria. En el inefable e interminable gag de las distintas fugas de prisión está la promesa de la película que pudo ser y que ya nunca podrá ser. Sólo cabe quedarse con el tímido dibujo de todo lo que parecía prometer.