El género de terror debería estar eternamente agradecido a la invención del sonido en el cine. Con la banda sonora, los cineastas mediocres han sido capaces de insuflar de microinfartos a sus películas, confundiendo el terror con el número de sobresaltos de que son capaces de producir en los espectadores durante el metraje.
Si tomásemos como obras cumbres del género las películas del cine mudo de Murnau, o algunas de las obras de Hictchock, ninguna de las obras actuales aguantaría la comparación.
Y el cine de hoy tampoco busca eso, pues no es capaz de mirarse ante el espejo de las verdaderas obras maestras de terror, como si el pasado del género no existiese, como si los cineastas actuales nunca hubiesen visto una verdadera película que haga sentir miedo de verdad.
El remake de Pesadilla en Elm Street no podía ser peor, porque abandona la senda del film original, en el que había espacio para la ironía, el humor negro y también para momentos bellos de puro horror, y construye endeblemente un filme para adolescentes sin identidad, con un villano desdibujado y mediocre bajo una narración tan pobre que por pretenciosa y por incapaz de reírse de sí misma recuerda por momentos a una película cualquiera de humor.
Tal es el despropósito. Lo único que vale la pena son pequeñas imágenes tomadas de la película anterior, que aquí quedan diluidas en una nadería donde lo único que cuenta es soportar los golpes de efecto y los ruidos inesperados frente a una narración tan mediocre que ha hecho desmerecer todo su efecto a una historia emblemática.
No es la primera vez que se toma a un director desconocido para poner en marcha un proyecto con ínfulas de hacer taquilla pero sin un solo atisbo de buen cine, sin intención de construir una buena película, ni por desgracia será la última.
Cabe preguntarse, en este mar infinito de cine mediocre, si las generaciones presentes y las futuras podrán encontrarse algún día frente a una verdadera película de terror, y si sabrán reconocerla.