Para relatar las últimas veinticuatro horas de vida del cineasta Pier Paolo Pasolini, Abel Ferrara ha concebido una película-homenaje planteada a modo de carrera contrarreloj. La película comienza con la mañana en que el célebre director revisa la versión final de Saló, o los 120 días de Sodoma (1975) y termina con el descubrimiento de su cadáver la mañana siguiente. Lo que ocurre entre medias es una operación que oscila en todo momento entre el homenaje afectuoso y la disección antropológica de los acontecimientos que rodearon su muerte. Unos hechos que, aún hoy, permanecen envueltos en misterio.
Habría que comprender profundamente la manera de entender el cine de Pasolini y conocer también a fondo la filmografía de Abel Ferrara para apreciar del todo el dispositivo que se pone en juego en este filme, calculado hasta las últimas consecuencias. La manera en que la oscuridad se adueña de la fotografía de la película, el respeto hacia la temporalidad de los hechos o la forma misma de aproximarse al personaje desde el aspecto y no desde lo interpretativo: todo obedece al ejercicio evidente de convocar a la figura del cineasta partiendo de sus propios postulados cinematográficos.
Pero el dispositivo, lejos de ofrecer un diálogo constructivo, parece cerrarse sobre sí mismo. Ferrara intenta plegarse a unas formas narrativas que, o bien implican la inmersión en el terreno de lo antropológico (cuando el realizador quiere imitar al autor que homenajea), o terminan por adherirse a los lugares más vulgares de cierto cine italiano del presente (cuando, por ejemplo, quiere poner en escena la película que Pasolini soñaba con hacer y que nunca pudo abordar). En ese sentido, el discurso se arrastra progresivamente hacia lo nimio, hacia la historia anodina de un personaje cualquiera que termina víctima de un funesto destino.
A partir de entonces, la representación de las relaciones sexuales en la película adquieren la cualidad de puro reclamo. Lejos de suponer un escándalo con capacidad comunicante, como hubiese buscado el propio Pier Paolo Pasolini, se revelan como la articulación inerte de las pasiones de una persona indescifrable a la que se quiere simplificar a través de sus pulsiones más básicas. La oscuridad estética de la cinta termina por envolver al propio relato. Cuando el realizador ya ha fallecido, la cámara se posa sobre la agenda del cineasta, mostrando unos compromisos futuros que ya nunca llegaría a cumplir. Es un detalle definitivo para entender que Pasolini, la película, era un brillante proyecto sobre el papel, pero cuyo resultado termina por arrojar más sombras que luces.