En una escena de esta irreverente, atípica película, un grupo de adolescentes organiza una pequeña fiesta en su dormitorio. Una manera de revelarse ante la severidad de los procedimientos del campamento para adolescentes con sobrepeso en el que están recluidos. Y al mismo tiempo una posible vía de escape, una única salida del mundo real a través de lo prohibido y del exceso.
Se trata de la misma escena que ya tenía lugar en la intimidad de una habitación de hotel entre un grupo de amigas en Paraíso: Amor, la primera parte de una trilogía en la que esta Paraíso: Esperanza constituye la tercera entrega al tiempo que su particular cierre. Y Ulrich Seidl no elude esa similitud sino que la potencia, filmando ambas secuencias de la misma manera, cercana y desnuda, desprovista de artificios.
Puede que el realizador quiera poner en relación estas escenas hermanas porque encuentra en todos sus personajes el mismo deseo de escapar de una realidad que les niega su particular idea del paraíso. Incluso a pesar de que la diferencia de edad sea tan acusada: la adolescente que protagoniza este tercer filme es, en realidad, la hija del primero de ellos. La similitud de las situaciones que viven los personajes de Seidl pone en cuestión el discurso universal que trata de construir la trilogía.
El autor había buceado antes en las vidas errantes del universo adulto, testimoniando el proceso de destrucción afectiva o las sombras que produce una radical filosofía de lo espiritual. Paraíso: Esperanza parece viajar al origen de esa insatisfacción crónica para entender los fantasmas que la han producido. Melanie se ha marchado al campamento con el objetivo de perder peso pero, por el camino, no puede evitar enamorarse del médico de las instalaciones. La imposibilidad de consumar ese primer amor parece ilustrar el origen de todos los anhelos que vertebran las dos películas anteriores.
Es por ello por lo que en Paraíso: Esperanza hay una luz que no tiene cabida en los otros filmes. Quizá porque aún no ha tenido lugar el destierro de la ilusión primigenia y Melanie aún cree formar parte de la tierra prometida. El paisaje montañoso y la niebla que rodea las instalaciones del campamento, hábilmente capturado por una hermosa labor de fotografía, parece remitir a los tonos pálidos de una pureza que comienza a desvanecerse con el descubrimiento del mundo adulto. Seidl no evita servirse de cierto aliento poético para rescatar los más delicados momentos de un amor frustrado, el amor idílico e infinito que la vida les niega y que ninguno de sus personajes dejará nunca de buscar.
Como si de un cuadro de Botero se tratase, el realizador vuelve a servirse de los cuerpos desproporcionados y de una búsqueda de lo grotesco que acerque el relato hacia los límites de la caricatura. En aquel empeño Seidl consigue una de las imágenes más lúcidas e inquietantes de una sugerente trilogía. Se trata del plano que da cierre a la película: los adolescentes ocupan el comedor en silencio mientras se alimentan. De aquella sumisión se desprende una turbadora idea, la misma que parecen estar engullendo los chicos sin darse cuenta. El amor perfecto, el trabajo perfecto, el cuerpo perfecto. El Paraíso de las apariencias.