A modo de descanso entre la trilogía de su personal Batman, Christopher Nolan escribió y dirigió dos obras menores, independientes de los filmes del hombre murciélago pero siempre cercanas a sus obsesiones.
Ya quisieran muchas producciones del cine comercial de la última década acercarse al nivel de El Truco Final (2006) y de Origen (2010), dos películas que, junto a la trilogía de Batman, la que hasta hoy es su obra magna, han consolidado a Nolan como el curioso caso de un director de culto que se ha convertido en maestro del cine comercial de engañosa profundidad y de seducción irresistible.
Y todo eso aún cuando su estilo no evidencie una firma autoral reconocible, más allá de las constantes en sus argumentos. El director siempre ha contado sus historias de la mejor manera posible, pero salvando al Joker de Heath Ledger con la cabeza fuera del coche en El Caballero Oscuro, sus imágenes nunca han trascendido.
Es cine contado con precisión, medido cada vez más milimétricamente, pues sus historias se atreven a ser más complejas a cada paso que dan, pero sus imágenes no aportan nada por sí mismas. En un cine comercial necesitado de Nolan para encontrar un atisbo de inteligencia (que en su caso es un verdadero torrente), éste necesita a Wally Pfister con sobrecogedora urgencia para que la creatividad del fotógrafo insufle movimiento a los planos estáticos del autor de Memento.
Y si en Memento la falta de memoria a corto plazo de su protagonista era la excusa perfecta para crear un artefacto narrativo pleno de ingenio, en el que sus escenas se ordenaban en orden inverso para crear en el espectador la misma sensación de incertidumbre que en su protagonista, Origen trata de desprenderse de un argumento formal para poder realizar una pirueta mucho más trascendental.
El espionaje de las grandes corporaciones ha conseguido dominar la capacidad de penetrar en los sueños ajenos para obtener información, y Cobb, un Leonardo DiCaprio mucho menos crecido que en sus últimas e intensas creaciones, no sólo es un maestro en esa disciplina, sino que ha conseguido ir más allá con la capacidad de sembrar nuevas ideas en la mente de sus víctimas.
Una premisa que trata de ajustarse a los cánones de Matrix (Hnos. Wachowski, 1999), pero que termina por resultar más cercana a las ideas de La Celda (Tarsem Singh, 2000) o de Desafío Total (Paul Verhoeven, 1990) y sólo heredan de aquella su sentido metafísico y sus pertinentes tutoriales, necesarios para tratar de entender todo su universo.
Nolan se centra en crear un tejido monumental: el equipo protagonista establece tres estadios del sueño, uno dentro de otro, para poder penetrar en la mente del heredero del mayor imperio empresarial imaginable. Ese tejido crea cinco niveles narrativos diferentes y la genialidad del director radica en el enorme triunfo de dotar a cada mundo narrativo sus propias cualidades, diferenciables entre sí.
Algunos de esos niveles son más desafortunados que otros. Cuando el corazón del sueño se encuentra en una base militar oculta en un paisaje nevado, su representación lleva a generar momentos de inevitable ridiculez. Sin embargo, lo que ocurre en los sueños superiores influye en los más profundos, y cuando uno de los niveles debe prescindir de las leyes de la gravedad, Nolan concibe los mejores momentos de su imponente artefacto, donde la abundancia de efectos especiales es colosal pero nunca llegan a ser protagonistas, integrados siempre en un contexto razonable.
El filme centra toda su atención en el proceso fascinante que supone adentrarse en tres estadios del sueño al mismo tiempo, en una labor de montaje abrumadora. De hecho, lo que más llama la atención en Origen es comprobar cómo lo abultado de su metraje no está en absoluto relacionado con el desarrollo de personajes.
Al acabar la cinta, seguimos sin saber nada de cada uno de ellos, frente a una historia demasiado ocupada en desarrollar su espectáculo pirotécnico a la perfección. El trasfondo de Cobb, el único personaje con el privilegio de tener una historia personal, existe simplemente como llave maestra que genere el punto de entrada y salida a ese enorme laberinto que construye un Nolan amante de la arquitectura y de los escenarios narrativos imposibles con una perfección admirable.
Detrás de Cobb están un Gordon-Levitt cuya capacidad para mostrarse desubicado comienza a ser una constante en su filmografía, una Ellen Page que resulta siempre refrescante, pero cuyo personaje no le otorga momentos de lucimiento a pesar de la generosidad de su presencia, y una Marion Cotillard que sí aprovecha los pocos minutos con los que cuenta para dibujar al mejor villano de los últimos tiempos, cuando aún es reciente el propio Joker de Ledger.
Si alguna disciplina es capaz de elevar a Origen a la categoría de película superior, además de su sagrado montaje, es la omnipresente banda sonora del sobrevalorado Hans Zimmer, que aquí, a pesar de seguir desarrollando las mismas ideas recurrentes de la discografía de sus últimos diez años como compositor, toma riesgos y asume retos que consiguen que la partitura sea el auténtico narrador de la historia, además del nexo de unión entre todos sus universos. Al despreocuparse de la perfección y de las virtudes trascendentales de su obra, la música de Hans Zimmer se ha vuelto interesante.
Como película de acción, como objeto de excepción en un catálogo comercial denostado, Origen es una joya que brilla con luz propia. Ninguna película había conseguido, hasta hoy, conectar tantas narraciones paralelas con tanta intensidad, tanto sentido del ritmo cinematográfico, y tanta capacidad creativa para jugar con tanta inteligencia en el mundo de los sueños. Sus excesos, sin embargo, consiguen hacernos despertar.