En 2008 Andrew Stanton proponía, con WALL.E, un futuro en el que la humanidad se había vuelto obesa y sus pies se habían atrofiado. La obsesión por las comunicaciones y por el uso de las nuevas tecnologías hizo que todos descuidaran sus cuerpos terrenales y abrazasen lo virtual como única forma de vida. La ocurrencia era divertida, pero la película olvidaba que una sociedad con una cámara de fotos en su bolsillo terminaría, sobre todas las cosas, obsesionándose por su propio aspecto. Y en la sociedad de los selfies y del ejercicio físico es fácil terminar convertido en un arquetipo: Jake Gyllenhaal parece un personaje de animación japonés, Tilda Swinton parece una Barbie que ha escapado de su precinto y, en fin, Paul Dano juega a la madurez y la trascendencia pero termina representando también un cliché.
En ese juego en el que los personajes viajan entre la caricatura y lo ridículo se mueve la ironía más potente de Okja: mientras el nexo de unión entre todos es un cerdo transgénico generado por ordenador y dotado de una generosa humanidad, los personajes de carne y hueso están desprovistos de la suya casi por completo. No hay más que observar el rostro desencajado de Mija, la niña que ha cuidado del cerdo desde su nacimiento, cuando abandona su aldea y aterriza en esta caricaturesca sociedad moderna. El desconcierto es absoluto, no ya por las diferencia de idioma sino por las propias actitudes de esos dibujos animados que se han propuesto participar de la imagen real.
Que la necesidad de esta niña por salvar al animal ofrezca un profundo manifiesto sobre la relación entre humana y naturaleza no debería distraer de un conflicto dramático esencial: Okja, la cerda gigante, ha nacido de la crueldad del hombre; ha sido diseñada en un laboratorio tratando de encontrar una nueva forma de sustento para un mundo en crisis. El experimento ha dado lugar a un nuevo ser viviente, la granjera quiere cuidarlo y la gente de la ciudad quiere comérselo. El problema, como siempre, no es tanto la ausencia de alimentos como la de una moral que pueda proporcionar las coordenadas adecuadas para un mundo nuevo.
Lo más desconcertante de este manifiesto político y subyugante retrato de la ética en el mundo moderno, o de la ausencia de ella, es que Bong Joon-ho pone en juego ese discurso a través de la que, en su superficie, parece una trivial película de aventuras. Una persecución parece más importante que exponer las contradicciones del conflicto, que sólo queda sugerido, como si el realizador surcoreano creyera que la única vía para dirigirse al público con temas complejos fuese a través de un relato de acción en apariencia despreocupado, al estilo de un caballo de troya del entretenimiento que termina desvelando unas urgencias que parece importante poner sobre la mesa.
Bajo esa perspectiva, Bong Joon-ho recuerda más que nunca al primer Spielberg, como si se hubiera reencarnado en aquel. Basta con contemplar, durante la citada persecución, la manera en la que el autor muestra primero la altura del camión sobre el que va montada la niña para, acto seguido, mostrar el cartel de un túnel con unas medidas más pequeñas. La herencia de Hitchcock filtrada a través de un juego de niños. El dramático almacén para los cerdos, descrito a modo de campo de exterminio, también remite a ese Spielberg que quería acercarse a temas elevados a través del sobrecogimiento. Sin embargo esas oscuridades van a quedar tapadas por la aparición constante del humor, del gag inoportuno, del histrionismo colectivo. El virtuosismo de Joon-ho esta vez no viene tanto de sus movimientos de cámara sino, como ocurría en The Host (2006), por hablar del abismo aún cuando nos haga mirar hacia otro lado. En ese sentido Okja contiene la pieza que a Snow Piercer (2013) le faltaba.