Es curioso que el terror sea, especialmente en el panorama español, uno de los géneros favoritos con los que abordar una ópera prima. Curioso porque lo es especialmente entre aquellos realizadores en ciernes que en realidad intentan explorar los terrenos del humor, retorciendo las claves recurrentes que les brindan los tópicos. Para entendernos digamos, con la misma ausencia de pudor de la que hace gala Musarañas, que los divertimentos a veces nacen de la incapacidad para construir discursos sólidos y que esa autoconsciencia, que desemboca siempre en caos y descontrol, suele revelar en realidad la inconsistencia de sus propias decisiones.
Pero aceptemos que Musarañas es sólo un juego, que empieza como drama costumbrista de los años cincuenta y que termina con el aspecto de un slasher. Lo que nace como el relato de dos hermanas que se protegen la una a la otra se va despojando del manto de lo racional progresivamente, como si se tratase de las capas de una cebolla, perdiendo la cordura poco a poco para alcanzar ese perfecto escenario de terror donde ya sólo importa escapar con vida.
La amenaza en este caso es la propia hermana mayor, portadora de secretos oscuros que la han vuelto inestable. Para representarla, Macarena Gómez se encuentra con libertad absoluta para desplegar todo su arsenal interpretativo, en una exhibición que parece celebrar el exceso como símbolo de excelencia. El resultado interpretativo es una de esas grietas por las que se pueden entrever los errores de la dirección, con la protagonista desbocada en un trabajo que lo eclipsa todo y un reparto que gravita a su alrededor totalmente desorientado.
Otra prueba de ausencia de orientación podría encontrarse en la banda sonora (aunque habría que analizar dónde termina la responsabilidad del realizador y comienza la del propio músico), con un trabajo del a todas luces brillante Joan Valent, aquí entregado a disparar todo tipo de efectos orquestales propios del género pero por completo incomunicantes, a veces incluso gratuitos, deslabazados de aquello que ocurre en pantalla.
No tendría demasiado sentido, ni sería demasiado justo para la película, aventurarse a cuestionar los giros argumentales que la sustentan, porque precisamente en esa locura y esa libertad radica el juego de la propuesta y sin ello sería difícil entenderla. Lo peor que podría decirse de Musarañas, tal vez, es que cuanto más se despoja de su disfraz argumental y se abandona al placer de las vísceras olvida, también progresivamente, su sentido del ridículo para que le resulte imposible detectar en qué momento el divertimento se ha convertido en despropósito. Una película que, al abandonarse por fin al placer culpable del festín de la sangre, termina revelando todas sus costuras.