A estas alturas resulta poco esclarecedor hablar de las características del cine creado por Wes Anderson, pues sus películas han terminado por hacer más importante la aparición de los rasgos distintivos del autor que la trascendencia del propio argumento.
Cine de los objetos, de los recuerdos, de pequeñas cosas que definen el pasado de los personajes. Para Anderson, eres lo que escuchas, lo que has atesorado te define. Eres lo que puedes llevar en tu mochila. Lo que haces es sólo un continuo juego de ensayo-error. El director había trazado una senda ascendente en la que iba despojándose de los tics que han consolidado su sello como autor, asentándolos dentro de un esquema argumental contenido para construir obras cada vez de mayor calado. Su tercera mejor película, Viaje a Darjeeling (2007) anunciaba el abismo del cambio, el salto hacia la madurez creativa. Ya no había vuelta atrás.
Pero en lugar de saltar ese abismo, Anderson se refugió en la animación, en un universo imaginario que se alejara de ese mundo real que le aclamaba a gritos como autor del momento y que exigía de él, por fin, su película definitiva. En el fondo no podía esperarse otra cosa de un autor cuya obra se construye ilustrando la adolescencia permanente en la que vive estancado el ser humano de su tiempo.
Y tras ese Fantástico Mr. Fox (2009), que le servía para evitar presiones y poner su contador de nuevo a cero, Anderson parece haber vuelto a los inicios, como si para volver a alcanzar el nivel de madurez de sus discursos más profundos hubiese que comenzar su filmografía reinventando su propia historia. En otras palabras: Anderson, y con él sus protagonistas, vuelven a ser niños. Niño y niña que encuentran en una huida romántica del mundo civilizado la promesa de una felicidad que nunca han encontrado en los adultos de su alrededor. El resultado revela cómo el autor rehace sus pasos con un mayor control de sus recursos creativos y una mayor eficacia de su inventiva, pero ya ninguna de sus conquistas es nueva.
El travelling lateral se convierte en la pluma que define la escritura del director en la pantalla, y toda su planificación equivale, de manera sorprendente y divertida, a la de la creación de un cuento infantil, lo que aleja su estilo de todos sus coetáneos. Travelling circular para describir el paso de las páginas de un libro. Travelling lateral que simboliza el rollo de una pianola, o los cuentos troquelados que revelan sus entresijos cuando se juega con ellos.
El propio cine de Anderson se reafirma, así, como uno más de sus amados juguetes de la infancia. Y en ese hermoso mundo de fantasía, la vida no es menos hostil que en el mundo real. Para sobrevivir, para encontrar el lado bueno de las cosas, es necesario ser metódico, creativo, curioso e infatigable. Y la vida entonces se hace más pequeña cuantos más pequeños detalles se conocen de ella. Herramientas para niños encerrados en el cuerpo de un adulto, que hagan más sencilla la vida en un mundo en el que reina la soledad traducida en una orfandad que no deja de estar presente en toda la filmografía del realizador. La ausencia de una familia en la que reflejarse como motor de una búsqueda afectiva permanente.
El zoom entendido a la manera de un lector que se acerca a admirar una ilustración en una hoja de papel. También como forma de reafirmar las intenciones de los personajes, de insuflarles la épica que sus ridículas acciones no son capaces de mostrar. El zoom como recurso de estilo para mostrar la valentía en el personaje cuyo rostro no sabe mostrar. Valentía que sólo muestra el espíritu.
No es un error que Moonrise Kingdom insista continuamente en el protagonismo de los objetos, en su procedencia y en filmarlos de manera incesante. No se trata de insistencia, ni de exageración de los recursos característicos del director, ni un recurso perezoso con el que sellar la autoría de manera obstinada. El único peligro es que a Anderson le termine resultando tentadora la idea de convertirse en una caricatura de sí mismo, como le ha ocurrido a Tim Burton y a otros autores de generaciones posteriores, algo en lo que no han caído otros autores pertenecientes a su generación, considerados supuestamente inferiores. La firma del autor acaba fagocitando a la propia película, aunque por el momento su cine no haya llegado a ese extremo, sino que se sirve más bien de la idea de que la estética la configuran también los objetos que son filmados, que la elección de los colores y del vestuario es desde luego una cuestión de estilo, aún con el riesgo de terminar haciendo siempre la misma película.
Su película termina siendo triunfalmente encantadora, con las dosis justas de tímida épica y del humor ingobernable también propio de las películas del realizador. Lo que la convierte en una película menor del autor es el mismo motivo por el que Fantástico Mr. Fox era una película del todo inofensiva. Ambas están basadas en una buena idea, llena de fuerza, que se reproduce en varias ocasiones a lo largo del relato. La huida y el rescate. La imposibilidad de escapar del mundo real.
Y en ese argumento en círculos es donde la película pierde su fuerza. Los primeros veinte minutos de Moonrise Kingdom son soberbios, su premisa es inspiradora. El resto de la película se limita a reconstruir esos veinte minutos bajo formas y fondos diferentes, cada vez más grandilocuentes que en el ciclo anterior.
Si la música de Fantástico Mr. Fox era intrascendente para la historia (aunque muy brillante, incluso nominada al Oscar, no aportaba ningún contenido al relato) lo era porque Anderson siempre ha concebido música e imagen al mismo tiempo que escribe su guión. De ahí que las mejores bandas sonoras de sus películas pertenezcan a canciones de archivo y no a composiciones originales. Aquí las piezas del compositor Benjamin Britten se convierte en la verdadera protagonista del discurso sonoro (¡qué bien construida la progresión musical en esta película!) dejando en pañales a la música incidental de Alexandre Desplat.
Es interesante terminar subrayando la idea de cómo puede resultar tan universal un relato en el que los protagonistas son niños, y el interés como fábula adulta no decaiga en ningún momento. La clave puede estar en que el filme narra las aventuras de dos niños que escapan de casa para encontrar en su unión el sentido de sus vidas, pero estos hechos son siempre vividos y juzgados por adultos, encarnados además por el soberbio elenco habitual de la filmografía de Anderson, de quien extrae siempre poderosas interpretaciones en apenas unas pocas pinceladas frente a la cámara.
Niños que viven ingenuas aventuras y que, sin saberlo, arreglan por el camino del mundo de los adultos. El niño pinta finalmente aquel mundo imaginario en la bahía, ese mundo utópico que pudieron vivir juntos durante unas horas. Para que no se escape nunca de su recuerdo. El cine se convierte en el lienzo de Anderson. Tal vez por eso siempre filme la misma película, no como un grito creativo sino como una manera de defenderse. Con su cámara siempre podrá refugiarse de la vida real en ese mundo imaginario.