Moon (Duncan Jones, 2009)

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La ópera prima de Duncan Jones, hijo de David Bowie, empieza bebiendo de una docena de las más reconocibles influencias de la ciencia-ficción, desde 2001, incluso con un moderno HAL 9000, hasta El Octavo Pasajero, con los infinitos pasillos de una nave sin final, sin lograr  encontrar nunca una identidad propia que lo aleje de sus referentes.

Las situaciones incoherentes y la nadería narrativa se apoderan de los primeros compases del relato silencioso, presentando el rutinario trabajo de un obrero sobre la superficie de la luna. Son sólo las partes necesarias de un engranaje que comenzará a funcionar media hora después.

La luna se convierte en una superficie vacía de contenido, desprovista de la emoción de otras películas del espacio. Se trata de un no-lugar donde apenas sucede nada, salvo el trabajo de un obrero solitario. Jones juega a poner en primer plano esa vacuidad para que el lugar trascienda más allá de la simpleza de funcionar como fondo y lo haga también como el símbolo más plausible de la imposibilidad de volver a casa.

Lo que el director novel consigue retratar con el uso de apenas unos pocos elementos, lo dinamita poco después al volverse lo más explícito posible, como si dejara de confiar en su propio relato. Esa dualidad, esa falta de confianza, diluye un poco los logros de la película y lo confronta con una falta latente de identidad que arroja el filme a un tránsito de los lugares comunes más típicos de la ciencia-ficción moderna.

Lo que quizás Jones no controla, y se convierte en el elemento que dota de una mayor identidad a su película y, a la postre, en el tono que salva la cinta de convertirse del todo en un filme más del género, es la melancolía general con que están montadas las últimas secuencias especialmente.

Esa melancolía quizás no buscada, aderezada torpemente por una banda sonora que no hace más que estorbar, insistiendo siempre en lo que ya evidencian las poderosas imágenes, se convierte finalmente en el mayor tesoro de la película, que elige las historias convencionales sobre clonación de los relatos fantásticos para resolver los enigmas que plantea.

Quizás el esperpéntico Sam Rockwell no sea el actor más adecuado para una película donde la estética pretende ser la mayor baza, pero su trabajo, más aún cuando comienza a hacer varios papeles diferentes, resulta más que solvente: resulta totalmente en simbiosis con su papel y realiza la que posiblemente sea su mejor interpretación.

Ciencia-ficción convertida más en fábula que en relato apocalíptico. El espacio como no-lugar, como la pérdida absoluta de identidad y de pertenencia a ningún hogar. Duncan Jones trenza un relato abrumadoramente nostálgico en un contexto muy diferente. Esa originalidad y ese tono melancólico conforman una obra que merece la pena ver.