Moneyball (Bennett Miller, 2011)

Se abre una nueva era en el cine de los grandes estudios. Ha llegado la época, largamente soñada por algunos, en que algunos guionistas son tan poderosos que pueden justificar por sí mismos un proyecto. Steven Zaillian y Aaron Sorkin juntos. La panacea de la escritura cinematográfica, uno de los primeros casos de la historia del cine en el que las verdaderas estrellas de la función son los guionistas.

Ante el renombre de ambos autores, la película ya recibe el calificativo de gran obra antes incluso de su puesta de largo, un privilegio que antaño sólo poseían los directores o contadas estrellas del star system. Es tal el poder que pareciera que los guionistas escogieran a su director, Bennett Miller, el realizador de Truman Capote (2005), y no al revés.

La película cuenta la historia de cómo el director general de un humilde equipo de béisbol, frustrado por no poder competir con los equipos de grandes presupuestos, apuesta por un sistema puramente estadístico para sacar el máximo rendimiento posible de sus jugadores. La película es grandilocuente, mucho más solemne de lo que anuncia su trama, filmada con la pesadumbre de un gran drama que, en el fondo, es menos pertinente de lo que quieren hacernos creer. 

Su mayor éxito es la manera deliberada en la que renuncia a la clásica filmación de los partidos. Bastan la música y las estadísticas para entender la magnitud de lo que ocurre. Sin embargo, cuando se hace ineludible filmar un partido entonces las secuencias se pliegan a las reglas clásicas del género, con sus cámaras lentas y sus miradas entre bastidores, pero el filme sale igualmente victorioso del envite. Una incoherencia de bulto que hace pensar en que la decisión de no saltar al campo tenga más que ver con la vanidad de sus dos escritores que con cualquier tipo de necesidad dramática.

¿Una película sobre el mundo del deporte que no necesite de escenas sobre el deporte? Zaillian y Sorkin pueden hacerla. Son capaces, y su capacidad queda demostrada a través de un guión de una maestría abrumadora. Ese es el problema, que no es una película abrumadora. Se trata, muy en el fondo,  de un vehículo de lucimiento personal para los dos autores que firman la adaptación literaria, y cuando ese deseo se superpone al propio relato la película se desinfla y muestra sus frágiles costuras.

Eso sí, todo está tan revestido por las mayores artes de lo estético que resulta casi imposible descifrar la percepción de una escritura vanidosa. Como responsable de lo visual se encuentra uno de los mejores operadores de cámara del mundo, Wally Pfister. Sus imágenes se saltan la poca contundencia con que la película está filmada y no resultan nunca indiferentes.

Lo que trata de contar la película, a través de la anécdota deportiva, es cómo la rigidez de un sistema que se niega a entender las cosas de otra manera anula toda posibilidad de reinterpretar las reglas. Un sistema que no admite evolución alguna ni explicaciones sobre cómo se puede mejorar, cómo se puede ser diferente. En ese sentido, Moneyball parece acercarse con evidente mordacidad, y con unas pretensiones que se antojan ingenuas, a la crítica de nuestro incierto presente, en el que las reglas también se niegan a cambiar por muy necesario que resulte ese cambio.

Es una fantástica película sobre los entresijos del mundo del deporte, sobre la encarnizada batalla que tiene lugar en los despachos, ¿pero cuánto más allá es capaz de llegar en realidad? Su impronta visual y su tono formal disfrazan su auténtica condición, pero la calidad del diálogo o la seriedad con que se aborda el material no evita que se trate de una clásica película sobre la superación personal con el deporte como pretexto. ¿O acaso es cierto que es mejor filme por el simple renombre de su pareja de escritores, haciendo olvidar al espectador que asistimos a una película deportiva, un género menor en sí mismo, que es lo que realmente ocurre?

Los silencios, las tomas largas o las panorámicas intimistas del paisaje en las que Bennett Miller se detiene en más de una ocasión no la hacen mejor película, no la elevan de su condición. De hecho, el tono grandilocuente es precisamente su mayor escollo. Una falta de ritmo intencionada, un tempo aletargado que no le beneficia en absoluto.

Largas escenas, espaciados silencios, todo parece ir en contra de aquello que quiere contar, como si la decisión tuviera que ver con mostrar lo despacio que camina el mundo frente a la arrolladora pasión de su personaje principal, que no entiende de paciencia ni de esperas. Y cuando por fin avanza, entonces el tiempo vuelve a detenerse porque el protagonista desea escuchar a su hija tocando la guitarra en una escena aislada. La vida misma, el universo contenido en una simple película deportiva, o al menos esa es la intención, no poco pretenciosa.

¿La autodeterminación del personaje es suficiente para considerar la actuación de Brad Pitt como sobresaliente? Desde luego el actor juega un hermoso papel en la hazaña de que la película parezca elevarse por encima de su género, pero nuevamente el texto se impone a lo filmado, lo escrito se impone a lo interpretado. La exhibición de guión encuentra su clímax, finalmente, en el hecho de que tanto los guionistas como el personaje principal persiguen lo mismo: la obsesión porque nuestras acciones tengan un significado imperecedero.