¿Tiene sentido hoy un cine de las emociones? En plena era digital, la épica y los grandes espacios imaginarios parecen haber instaurado el relato descomunal y sin alma como escritura única, pero no han hecho olvidar al rostro humano como el más poderoso vehículo a través del que poder conmoverse frente a la pantalla. El triunfo de Mommy es el mismo que el que ya celebraban los anteriores títulos de Xavier Dolan, aquí supeditado a una hipertrofia de la que conviene hablar más adelante: el rostro como lugar en el que se esculpe la historia, como conductor de emociones y como fin último de la escritura cinematográfica.
Para hablar de una madre y un hijo en situación límite, el joven realizador propone una interesante decisión formal: la imagen se reencuadra, el espacio se reduce, el fotograma es apenas una tímida franja vertical por la que se adivinan las tribulaciones de unos personajes asfixiados por aquello que les ha tocado vivir. Asfixia y palabras: si hay otro elemento que define el trabajo de Dolan como autor es la presencia del monólogo y la posibilidad de hacer que sus actores exploren hasta los rincones más ocultos de sus papeles a través del diálogo.
El director de Lawrence Anyways sabe bien qué sabor tiene lo mítico en el cine y cómo conseguirlo, qué conecta con el público, qué hace arder las pasiones y qué es capaz de erizar la piel partiendo de un dispositivo que parece funcionar a partir de la pura intuición, y no desde la reescritura de sus cineastas ídolos de juventud. Si su película parece arrastrada por una pasión a la que es imposible poner barreras es por esa intencionada hipertrofia ya mencionada: la euforia de las emociones. Ninguna reacción tiene mesura alguna. Todo se mueve a partir de explosiones interpretativas y cuanto más se exteriorizan los sentimientos a partir de las violentas vibraciones de la voz más parece acercarse Mommy a la intensidad en el sentido obsesivo en que la busca Dolan.
Pero a pesar de sus evidentes triunfos, cuya discusión se adivina muy poco productiva, también se ocultan ciertas decisiones cuestionables que parten principalmente de la propuesta formal ya mencionada. Conviene reconocer de qué manera la decisión de un formato de imagen tan reducido ha permitido a la película huir de todo trabajo de puesta en escena. Es cierto que la propia elección de formato es ya una cuestión de puesta en escena, pero la propuesta termina ahí, en el tamaño del fotograma: a Dolan le basta con filmar los rostros de sus personajes y olvidarse por completo de toda escritura a partir de la composición del plano. De ese modo es difícil que las imágenes hablen. Cuando los personajes sienten por fin una felicidad completa el plano se abre; cuando recuerdan sus problemas, vuelve a cerrarse lentamente. El procedimiento se repite de nuevo hasta convertirse en un juego colocado en un primer plano narrativo, lo que revela hasta que punto la decisión formal se ha convertido en un reclamo.
Mucho se ha hablado sobre la madurez de un realizador capaz de firmar grandes títulos a una edad muy temprana. Sería necesario ubicar el nivel al que el autor coloca los elementos del drama para entender si esa madurez es realmente comunicante en términos cinematográficos, es decir, si se trata de la madurez real como autor o de alguien que escoge temas de indudable peso dramático para revestir sus ficciones con una dureza mayor que la que exhiben realmente. En ese sentido, uno puede descubrir que una cosa es el destino funesto que sufren sus personajes, y otra distinta es la manera en la que actúan y se mueven en el presente. En otras palabras, el auténtico drama es siempre un background, un trasfondo, algo que está ahí a lo lejos, algo que se menciona pero que no se explora realmente, algo por lo que se pasa de puntillas, algo que se sabe de oídas, desde la lejanía.
Sin embargo lo que filma Mommy (y otras películas de Dolan) es la manera en que los personajes huyen de esas tragedias, desde el paseo musical calle abajo o por la vía de la confrontación directa con otro personaje con el grito como arma. Cabría preguntarse si lo que uno ha vivido es un signo inequívoco de madurez, o si es la forma de ponerlo en escena lo que habla de las formas en las que un autor ha interiorizado sus tormentos personales. Otro elemento con el que debatir la madurez del autor es la propia premisa que vertebra el film, en el que un padre puede hospitalizar a su hijo enfermo si se siente incapaz de controlarlo, algo que sirve únicamente como pretexto gratuito para poder construir una de las escenas finales de la película desde un dramatismo desbordante.
Mientras tanto, sus personajes se deslizan por la superficie del drama a ritmo de Oasis. Dolan ha pasado de utilizar un score de Gabriel Yared en Tom en la granja (2013) a una música de archivo de incuestionable vocación popular, lo que habla de a qué generación quiere dirigirse el autor definitivamente y desde qué dispositivos quiere hacerlo. Su cine se ha vuelto más ambicioso pero también más primitivo, con la voz, el color y la música, las pulsiones de la superficie como auténtico motor. En ese sentido es posible que toda una generación pueda sentirse irrefrenablemente atraída por los planteamientos de Mommy, mientras que los espectadores más adultos se sientan arrastrados por ella gracias a la energía de una juventud hermética que comienza a cerrarles las puertas. Así de pasional es esta película, así de arrolladora, así de vivos y luminosos son sus fotogramas, esos de tamaño tan pequeño en los que apenas hay lugar para el juicio crítico.