Mis hijos se mueve bajo un tono biográfico que parece navegar entre dos aguas dispares: el transcurso entrañable de toda una vida frente al debate político en Israel. Atravesar uno parece llevar consigo la presencia del otro de forma inevitable, aunque la película termine demostrando que no encuentra un cierto equilibrio entre los grandes temas que quiere abordar.
En primer lugar porque plantea un generoso bloque inicial con la infancia del protagonista, ausente en apariencia de toda intención política, para introducir el gran dilema del filme mucho más adelante, cuando el chico se marcha a estudiar a Jerusalén. El bloque central de la película muestra sus problemas de adaptación y su primer romance. Con ellos, el protagonista parece reafirmar su propia identidad conforme avanza el relato.
Pero en su último tramo, quizás el que interesa de verdad al realizador, el joven encuentra la manera de ocultar su identidad árabe y pasar por hijo de una mujer israelí. De ese modo, la mujer, de aparición esporádica a lo largo de la cinta, cuenta entonces con un hijo israelí y otro “adoptivo” que es, en realidad, árabe. En ese momento la película encuentra su auténtica expresión… Justo cuando, tal vez, ya sea demasiado tarde.
La operación de identificación con el protagonista del relato absorbe el metraje hasta debilitar la fuerza de los temas que trata de poner en juego. En medio de ese cóctel generado por la hostilidad de un árabe viviendo en Israel en plenos años ochenta, se impone sobre todos los demás subtextos el de la relación amorosa con una joven estudiante israelí. En esa relación afectiva, en la que también es evidente la ausencia de toda frontera política, se juegan los mejores y más emotivos momentos de la historia personal del estudiante. La pregunta sería por qué el propio filme huye de ellos, de los instantes más brillantes que ha construido.
Cuando el joven se sincera en medio de una clase y dice todo lo que siente en voz alta, la chica se levanta y le besa, haciendo pública al fin su relación clandestina. Lejos de detenerse en ese momento de sublime intimidad y belleza, el montaje pisotea la escena y salta a otro lugar, muy lejos de allí. Parece que, en todo momento, sea mucho más importante completar los pasos de la biografía personal del personaje, a modo de peaje rutinario, que extraer el auténtico atractivo de todo ese camino recorrido. En ese sentido no es difícil comprobar que Mis hijos se sabotea, en cierta manera, a sí misma, negándose la posibilidad de comprometerse del todo con alguno de los materiales que está manejando, que no son pocos y que además son bastante complejos.
De modo que lo que ocurre en Mis hijos es un continuo proceso interno en los que una película, la que es, lucha contra otra: la que le gustaría llegar a ser. Cuando el joven pide trabajo en los cafés de Israel el filme muestra su peor cara, insistiendo en los mecanismos más evidentes con los que hacer entender, de una manera muy poco sutil, que nadie está dispuesto a acoger a un árabe en Israel. En esos momentos es donde la película parece haber olvidado aquel beso de la joven, allí donde no importaba nada más que los sentimientos sinceros, allí donde la película respiraba profundamente un verdadero sentimiento de autenticidad.