Existen dos vías por las que acercarse al mal llamado cine de puro entretenimiento, el cine concebido como simple distracción y pasatiempo. Por un lado existe el deseo de entretener, una posibilidad de divertir y deleitar a partir de un esfuerzo por encontrar un relato y una adecuada forma de representarlo con los que transmitir una idea, un mensaje poderoso. En el otro lado estaría el deseo de hacer cine no tanto como acto creativo, sino como juego para el creador y como negocio para quien lo hace posible. Y cuando ese acto creativo no nace de la necesidad expresiva, sino de la intención de fabricar un producto predigerido, que reproduzca sus influencias sin atisbo alguno de personalidad propia, entonces la ficción necesita servirse de los más infames mecanismos narrativos para poder mantenerse en pie. El deseo de entretener confrontado a la necesidad de manipular.
Mindscape convoca a Christopher Nolan y a los ecos del cine negro, convencidos de que la unión de ambos referentes inmediatos provocarán en cierto perfil de espectador una respuesta entusiasta, para narrar una historia en torno a una agencia de detectives con la capacidad de introducirse en los recuerdos ajenos y poder resolver, así, los casos más intrincados. Los elementos recurrentes del cine de género se dan cita de una forma gratuita y trivial, como si se tratase de un cajón de sastre en el que la presencia de ciertos clichés fuese inevitable.
De ese modo los pilares que conforman la historia no son otros que el protagonista que arrastra un pasado tormentoso, la adolescente que guarda misteriosos secretos, y el inefable final inesperado que, lejos de arrojar luz sobre la trascendencia del relato, condiciona toda la narración y la fuerza a preocuparse, únicamente, por ocultar su sorpresa definitiva. Es decir, la trama se supedita a las sensaciones que provoca su truco final, y no al revés, aún cuando el filme ofrece demasiadas pistas durante su desarrollo como para invitar al estupor en ese último tramo.
Como todo film de tono detectivesco, la presencia del personaje principal resulta trascendental para conducir la narración. El trabajo de Mark Strong como protagonista viene a fortalecer las sensaciones que ya había ofrecido en su labor como eterno secundario: incluso tratándose de un actor con tan marcadas facciones y un físico inevitablemente reconocible, se trata de uno de esos intérpretes que invitan a recordar más al personaje que recrean que a sí mismos, una de esas extrañas cualidades con las que el cine desearía encontrarse a menudo.
Cabría preguntarse si tiene sentido la presencia de la hipnótica y poderosa música para cuerdas de Lucas Vidal, en una película que confía en que sean la banda sonora y el diseño de producción los únicos elementos que propongan una poética de lo tenebroso, mientras el trabajo con la imagen se limita a la filmación plana y funcional, que arroja finalmente el film al abismo de la banalidad narrativa. Es de esa incapacidad comunicante de donde surge la necesidad de manipular a través de lo argumental. Jorge Dorado firma una ópera prima convertida en impecable producto comercial. Su salto al largometraje supone también su graduación definitiva, de la mano de Jaume Collet-Serra. La ausencia de honestidad, sin embargo, podría resultar un abismo insalvable.