Megamind (Tom McGrath, 2010)

Volvamos a 2004, a los tiempos en que la hegemonía de Pixar como rey del producto de entretenimiento aún se estaba gestando, a cuando todavía cabía sorprendernos con las técnicas de animación que aparecían en una película.

Ese año Los Increíbles, de Brad Bird, se adueñaron de la pantalla. Jamás existieron personajes tan complejos, tan reales, tan cercanos, ni argumentos capaces de reciclar el denostado cine de superhéroes, ni una música tan precisa y sugerente como la de Michael Giacchino, ni una profundidad de discurso tan simple y tan bien contada.

Y este año aparecen dos filmes de animación con idéntica premisa inicial, que a la postre es casi lo único rescatable de sus propuestas: el villano es aquí el protagonista. Si en Gru: mi villano favorito, la llegada de tres huérfanas adorables ablandaba el corazón del supervillano hasta hacerle cambiar de vida, en Megamind es el amor de pareja lo que activa el deseo del maligno de convertirse en su reverso.

Enamorado de la reportera arquetípica de muchos grandes héroes del cómic, la muerte del superhéroe que defendía la ciudad deja a Megamind huérfano de enemigos y también de objetivos. Su mundo se desmorona justo cuando consigue su mayor sueño. Al derrotar al héroe, su vida pierde todo su sentido.

A pesar de plantear divertidas preguntas que hurgan en las lagunas de los tópicos del superhéroe de cómic clásico, el argumento de la película se torna aparatoso, accidentado e irregular, cayendo siempre del lado de lo previsible sin poner nunca en práctica ninguna de las teorías que predican algunos de sus ingeniosos diálogos o ideas.

Y cuando las batallas campales dentro de la ciudad se convierten en protagonistas con la intención de colocar en un segundo plano la incapacidad del relato de levantar el vuelo, el referente vuelve a estallar en toda su grandeza y su evidencia: cualquier combate entre superhéroes en una película de animación volverá a remitir a la escena final de Los Increíbles, un techo que incluso pocas películas de acción han vuelto a tocar.

En esencia, Megamind es fresca, divertida y simple, sin pretensión alguna, disfrutable de principio a fin. Su comparación con una de las obras maestras animadas de Brad Bird y su desarrollo caótico y previsible ahogan sin embargo lo que podría haber sido realmente. La idea del villano como héroe y su potencial creativo quedan siempre bajo la sombra de todo lo que consiguió, sin apenas pretenderlo, aquella gran película de Pixar.