Mátalos suavemente (Andrew Dominik, 2012)

El realizador Andrew Dominik es australiano. Conviene recordarlo porque a pesar de haber dedicado sus dos últimas películas a escribir la historia americana no lo hace por alimentar un inexistente fervor patriótico, sino por considerar la importancia de radiografiar un cierto estado de las cosas a través de la proyección del pasado sobre el presente inmediato.

Para el realizador, su última película es una comedia, a pesar de ser una de las más duras películas sobre la mafia de los últimos tiempos, cruenta y oscura. No sin cierto cinismo, el espíritu de desengaño sobre el sueño americano que respiran sus cintas es devuelto como un escupitajo a través de su constante ironía. El filme parece narrar una historia intrascendente sobre el ajuste de cuentas llevado a cabo tras el robo en una partida de póker clandestina. Robo y venganza, una estructura de lo más simple.

La cinta desvela muy pronto sus verdaderas intenciones. Con muy poca sutileza, coloca en un primer plano a la auténtica protagonista de Mátalos suavemente. La crisis financiera se adueña de todo medio a través del cual pueda filtrarse y superponerse al relato que tiene lugar en las sombras. Opinión pública que condiciona nuestros actos. La radio del coche, el televisor de un bar, los panfletos de la calle o las opiniones de los ciudadanos ponen en primer plano no sólo un contexto histórico, sino la verdadera dimensión del relato escrito por Dominik.

El prólogo de la película ya lo deja bien claro, y el director lo subraya durante todo el metraje con la misma crudeza con la que filma su historia. En ese esclarecedor prólogo, los ladrones de la partida de póker explican que no hay ningún peligro a la hora de efectuar el robo pues es muy probable que se culpe al dueño de la propia timba, al convertirse en reincidente. En otras palabras, el dueño ya ha cometido un robo importante pero continúa allí, impune, libre de todo castigo, a pesar de que todos conozcan ya su fechoría. Reincidir parece el único pecado, no el propio delito.

A partir de unos intrascendentes y arquetípicos personajes con los que el cine americano ha representado el mundo de la mafia, Andrew Dominik habla de un estado de las cosas. Los responsables de la crisis financiera, verdadera protagonista del relato, siguen ahí fuera, sin represalias y sin advertencias, con total impunidad. En ese sentido la película resulta mucho más impresionante cuando se piensa en los personajes como metáforas de grandes corporaciones, y no como meros matones. El discurso del realizador es lúcido, insobornable, directo y narrado con inteligencia.

Quizás parezca un error de escritura el personaje de James Gandolfini, que viaja para ejecutar a uno de los ladrones y que, tras un festival de demostraciones de incompetencia, no sólo queda apartado de la operación sino también de la película. Pensemos ahora en Mickey, el personaje de Gandolfini, como si se tratara de una empresa. O si se prefiere una metáfora aún más evidente, como si se tratara de un país. Un estado que resulta útil por un tiempo hasta que deja de ser productivo. Al otorgarles esa cualidad a los protagonistas del relato, la pieza de cámara que ha gestado Andrew Dominik se convierte en una certera representación del momento de crisis global y de los mecanismos en sus relaciones bajo la plástica belleza de lo impecable.  

Todo cuanto ocurre en Mátalos suavemente es un festín visual a la manera de su director, quien realizara con su anterior película la que aún es su obra maestra. Su nuevo trabajo es tanto un western como el anterior, aún cuando haya sido situado en el tiempo presente proyectando la vigencia del género hacia el momento actual. Un western que no teme tomarse su tiempo para mostrar la idiosincrasia de un trabajador, cuya tarea es la de ejecutar a otras personas. El filme no tiene ninguna prisa, pues sus tiempos han sido medidos de una manera exquisita. De repente adquiere una turbadora belleza admirar la ejecución de una víctima desde un coche en marcha. La escena se ralentiza y las balas que besan la lluvia conforman un ballet con un potencial visual abrumador. O el implacable escorzo que sigue a Brad Pitt detrás de un vehículo para rematar a su víctima. Momentos en los que toda la propuesta formal cobra sentido como planteamiento maestro, que despliega sus alas y sus capas con la displicencia de quien confía en la fuerza de su relato y en los tempos escogidos.

Película atípica que crece con fuerza en la memoria, y que junto con El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford conforman un portentoso discurso en forma de díptico sobre los cimientos de la sociedad americana, a fin de cuentas modelo paradigmático del mundo globalizado. El título es definitivamente revelador. Cuando el personaje interpretado por Brad Pitt explica su gusto por asesinar a distancia para no mancharse las manos, Andrew Dominik se está atreviendo a hablar en realidad, a corazón abierto, de los crímenes silenciosos cometidos por los agentes que han gestionado un sistema que ahora se derrumba ante nuestros ojos. Atreverse a filmar una pieza de cámara sobre el fin del mundo, o sobre el fin de una época, y terminar por escribir una comedia. “América no es un país, es un negocio”, dice Pitt justo antes de los créditos finales. Una comedia, una sonrisa y un puñetazo.