Para una correcta lectura de Más allá del tiempo hay que acudir primero a su título original y más tarde, lastimosamente, a su trailer promocional.
“La mujer del viajero en el tiempo”, reza su verdadero título, y su trailer cuenta la visión que la esposa tiene acerca de la vida del viajante, por mucho que la propia película se empeñe en comenzar con un flashback de la niñez del personaje masculino en la que experimenta su primer viaje involuntario a través del tiempo.
Se trata, pues, de una película dirigida a la mujer y contada a través de la visión del personaje femenino. El relato fantástico, la propuesta pseudo-científica, las dificultades espacio-temporales y los problemas argumentales son sólo una excusa que funciona como envoltorio para formalizar un drama romántico de rotunda originalidad pero de planteamiento descabellado.
Emparentada con la sobrevalorada y ñoña hasta el paroxismo El Diario de Noah por su retrato de un amor imposible en los albores del drama romántico más comercial, Más allá del tiempo está por encima de su predecesora en tanto que se construye en base a un argumento sorprendente y, sobre todo, en base a un romance sincero y con sustancia, que no se cimenta en efectismos ni en la búsqueda del llanto a cualquier precio.
El problema es que su absurda premisa del hombre que viaja atrás en el tiempo y regresa en contra de su voluntad, crea un clima de asombro y de curiosidad muy de agradecer, pero también plantea tantas preguntas y ofrece tal “dificultad” de seguimiento por parte de ese mismo público al que pretende dirigirse que toda la propuesta está a punto de diluirse en un mar de confusiones.
De repente, la película se encuentra a solas con ese pequeño porcentaje de la audiencia que sí está dispuesto a aceptar las reglas de su idea inicial: aquel que adora los argumentos de los viajes en el tiempo y que no rechaza el acaramelado romance que subyace tras el argumento fantasioso y poco consistente, pues en realidad es el viaje en el tiempo el protagonista, o al menos el resultado que termina ofreciendo una película a la que le cuesta tanto encontrar su público como su propia identidad.
Lo que salva la propuesta no es la excelente interpretación de Rachel McAdams, aunque ayuda bastante. Lo hace su contagiosa creencia en el gesto cotidiano como expresión sincera del amor, aún viviendo dentro de un relato de ciencia-ficción.
Lo hace también por su acertada idea de olvidar gestos grandilocuentes pero que tengan poco de realistas (de nuevo, alejándose de su predecesora y de sus fábulas sentimentaloides) y centrándose en la importancia del gesto sencillo, en hacer cada momento único e irrepetible, en la cruda y metafórica encrucijada en la que se hallan dos amantes para los que los límites físicos y las dificultades que escapan a su comprensión no tienen fuerza alguna frente al hecho de su propia unión.
La película se salva finalmente y su belleza enlatada sobrevive al visionado y, en un ejercicio que recuerda al propio personaje, es capaz de perdurar durante más de un minuto en la memoria.