En el año 2006, la casualidad quiso que los grandes estudios permitiesen a tres particulares magos invadir la pantalla. Mientras Neil Burger se adueñaba de la superficie desgastada del cine primigenio para intentar restituirla (El ilusionista), Christopher Nolan se servía de la magia para hablar de las obsesiones del hombre en su película más oscura (El truco final: el prestigio). Y como si se riera de ambos, Woody Allen interpretaba él mismo a un tercer mago en Scoop, convirtiendo a su personaje en una involuntaria caricatura del cine de su momento.
Ahora, casi diez años después de aquello y con casi ochenta a sus espaldas, el realizador ha vuelto a la magia firmando su película más ingenua y menos ambiciosa (y quizá a la que más se le vean las costuras) para poder hacer también aquella en la que más preguntas se hace a sí mismo, a su forma de hacer películas y a su manera de entender el cine.
El argumento, un pretexto con el que interrogarse, coloca a un célebre prestidigitador como el encargado de desentrañar la farsa que protagoniza una joven vidente convencida de que sus visiones son absolutamente reales. Se inicia así un debate entre la existencia de lo inexplicable y la importancia de lo racional que olvida los lugares comunes del relato para poder hablar del propio Woody Allen como creador, allí donde siente que ha perdido todo vínculo con las convicciones que vertebraban su cine décadas atrás.
Como en toda la filmografía del autor, son los personajes secundarios los que arrojan luz sobre la vida a los desorientados protagonistas, extensión del propio Allen y también de nosotros mismos. Hay que escuchar a la anciana tía del mago inglés protagonista cuando dice que sólo somos seres humanos, y nuestra visión siempre será limitada, para entender que esta es la película más decididamente pesimista del autor de Delitos y faltas en tanto que no habla sobre una decadente visión de la vida sino de la peligrosa caducidad de sus herramientas como cineasta.
Lo que antes eran señas de identidad han terminado convertidas en cliché, en señales que recuerdan vagamente a una identidad que se extingue. El tránsito entre escenarios viene esta vez acompañado de largos paseos en coche y de dilatados espacios musicales en los que la música de jazz ya no cumple un papel irónico ni constructor de texturas, sino que permanece en la banda sonora con el ánimo de recordar a qué cineasta estamos viendo.
La dulce labor de fotografía de Darius Khondji ha convertido a Magia a la luz de la luna en uno de los filmes más encantadores de Woody Allen, o la energía de Colin Firth para crear una jovial caricatura de sí mismo, aún sabiendo que participa de un cuento intrascendente; pero al igual que Emma Stone cuando su prometido le canta canciones de amor, el director parece estar mirando hacia otra parte, desencantado de las certezas que una vez alumbraron sus mejores creaciones cinematográficas.
En el momento más desolador del filme (también el más patético: en Allen no hay desolación humana sin patetismo) el prestidigitador lanza una plegaria al cielo por su tía moribunda para arrepentirse en mitad de su monólogo interior. De repente merece la pena posar de nuevo la mirada sobre la ingenuidad de Neil Burger o sobre las obsesiones de Christopher Nolan para descubrir cosas nuevas, caminos diferentes. Que un cineasta de ochenta años hable de la necesidad de mantener la vista hacia delante, de la urgencia de reinventarse y de la obligación de poner todo en cuestión de nuevo puede ayudar a entender que Magia a la luz de la luna no es en absoluto una película fallida, sino un filme lleno de interrogantes que no deja de ahogarse a sí mismo.