En el rostro de Jennifer Lawrence se esconde la eterna promesa de la inminencia ante algo extraordinario, como si su figura augurase que están por ocurrir grandes prodigios. Es la virtud de aquellos actores que han nacido para ser filmados y cuya sola presencia constituye la esencia de la más profunda materia cinematográfica. Filmar los cuerpos y sus pulsiones, el secreto primigenio del cine que se pierde en la maraña contemporánea que ha dado paso a un mundo digital de identidad indescifrable.
Marlon Brando lo tenía, bastaba con filmarlo mientras se movía por la habitación del plató. O los ojos de Paul Newman, que albergaban siempre una intensidad aún mayor que la historia en la que estaba envuelto su personaje. Jennifer Lawrence, sepa escoger o no sus papeles, pertenece a ese pequeño grupo de privilegiados, pertenece al mundo de lo visual como transmisor de emociones y conductor de las fuerzas impulsoras de la película en la que participa.
El problema, precisamente, es la película en la que participa. Los juegos del hambre no sólo es la adaptación cinematográfica de un libro de éxito, con todos los problemas clásicos que conlleva la adaptación de lo literario, sino que su fracaso radica en el propio planteamiento de sus decisiones técnicas, visuales, narrativas, artísticas y comerciales. Vendida como una gran epopeya y bajo el mal entendimiento de que un entretenido material literario acaso sea capaz de convertirse en obra maestra sea cual sea el formato artístico en el que se presenta, el guión de la película se limita a colocar, uno a uno y en fila, como fichas de dominó, todos los acontecimientos de la historia.
Se piensa en el ritmo literario a la hora de construir el filme, no en el cinematográfico. Son muy diferentes, aunque al ver la cinta parezca lo contrario y todo parezca solvente. El atropello al que se ven sometidas muchas de sus escenas cruciales en favor de que la historia avance consigue que se diluya todo el interés fílmico de una propuesta a la que sólo le interesa que su desarrollo argumental no se estanque en ningún momento. El cine no está hecho de palabras, ni siquiera de hechos, sino de imágenes que hablan bajo un idioma particular, y aquí la imagen es la última de las prioridades.
Es esta la tercera película de Gary Ross, y la primera en la que no firma el guión en solitario. A raíz de los resultados, parece que la presencia de Billy Ray y de la autora de la novela ha sido más un estorbo que una ayuda para confeccionar una adaptación en condiciones. Diálogos absurdos, personajes planos, dificultad para la identificación con cualquiera de ellos, y quizás lo más peligroso, imposibilidad de tomar afecto con el producto si uno no es admirador de los libros por adelantado. Ahí reside la verdadera trampa de la película, que funciona como fantástico homenaje a aquellos lectores que hayan disfrutado con el material literario, pero se trata en el fondo de un mal filme para los que se acerquen a ella como producto cinéfilo.
Resultan un tanto discutibles aquellas reseñas que castigan a la película comparándola con otros éxitos de sagas infantiles traspasadas a la pantalla y auspiciadas por unas previsiones mastodónticas en taquilla. Poco tiene de infantil el relato, pleno de violencia, crueldad y desesperanza. Su historia resulta sugerente y dispara las posibilidades de una película interesante. Pero en materia fílmica ya existía Battle Royale (Kinji Fukasaku, 2000), con la que la historia original guarda no pocos puntos en común. ¿Qué interés puede tener Los juegos del hambre si finalmente acaba más plegado al modelo de un remake americano accidental de Battle Royale que de una historia poderosa y original?
El material argumental encandilará a aquellas generaciones que han crecido bajo la cultura del concurso televisivo en los que se trafica con la intimidad, pues utiliza todos los recursos de su lenguaje y disfraza un juego de niños de sofisticada, e inexistente, tensión narrativa. El verdadero juego está en el lector que conoce la historia y que se divierte encontrando los puntos en común y las diferencias, porque al ver las imágenes del filme les imprime todo el enriquecedor trasfondo de lo que ha leído, y quizás por ello le resulte imposible separar una valoración de la película por sí misma con respecto a su experiencia global del negocio que supone la franquicia.
Lo cierto es que ni una sola de sus imágenes, en sus casi dos horas y media de metraje, resulta relevante. Nunca un plano sorprendente, nunca una toma sobrecogedora, nunca una filmación siquiera de pura belleza estética. Cuando la elección del plano no es directamente horrenda, se utiliza deliberadamente una cámara al hombro que impide siquiera distinguir la acción. Gary Ross se limita a colocar la cámara allá donde puede y genera un artefacto pesado y carente de identidad, sin sustancia alguna, lleno de imágenes planas y en las que los acontecimientos se suceden como ocurriría en un serial televisivo de baja calidad y minúsculas pretensiones. Conviene plantearse por qué, en este caso, una gran parte del público se toma el filme como el entretenimiento supremo, cuando las grietas de la obra resultan demasiado evidentes.
Que su resolución sea idílica e intrascendente es también la evidencia de las imposturas de la cinta y del argumento, que ha intentado disfrazarse de crueldad despiadada durante todo el metraje sin conseguirlo. Los malos y los egoístas mueren cruelmente. Los buenos y valientes realizan acciones heróicas y son recompensados. Motivos para percibir qué tipo de producto es Los juegos del hambre. No existe la dimensión desconocida y ambigua de la injusta y caótica realidad. En el fondo y tras el velo de la desesperanza, la película es mucho más ingenua e intrascendente de lo que le gustaría.
De poco sirve hablar del trabajo musical superfluo de James Newton Howard en otro de sus trabajos insustanciales y poco memorables, o de una desastrosa labor de fotografía de Tom Stern que consigue que nada de lo visual importe, que los decorados apenas se perciban y que las tomas resulten del todo lamentables. Quizás sea el apartado visual el más castigado del proyecto, en tanto que, bajo los códigos estéticos del filme, un primer plano resulta una aberración, un plano medio está tomado bajo un encuadre anodino y los planos generales apenas aportan nada a la narración más que la simple variación de imágenes concatenadas una con otra de manera casi azarosa.
Los juegos del hambre resulta un artefacto peligroso en tanto que se anuncia como gran epopeya cinematográfica y se trata a todas luces de una película menor, desastrosamente filmada, muy mal montada y con un interés argumental muy relativo para el cinéfilo veterano. Aquel lector enamorado de las novelas se sentirá ofendido cuando alguien critique duramente, y de manera comprensible, a su criatura intocable. No hemos venido aquí a hablar del libro, sino de la película de Gary Ross, y lo más certero que podría decirse de ella acaso sea que la única forma de disfrutarla es como la de un entretenimiento banal que se aleja pronto de sus pretensiones iniciales y termina haciendo bastante gracia.
Los ojos de Jennifer Lawrence nos han engañado. Su mirada y su rostro prometían la aventura definitiva, anunciaban el peligro insalvable, y un movimiento suyo parece tener mayor trascendencia que cualquier escena de la película, incluso cuando aún no ha aprendido a moverse del todo con soltura mientras es filmada. La promesa de Jennifer Lawrence se desvanece dentro de una película que no está a la altura, ni como epopeya ni tan siquiera como película de entretenimiento.