En una de las escenas o, quizás de manera más acertada, en uno de esos instantes de pensamiento recogidos por la cámara de Jonás Trueba, un personaje que bien podría ser un protagonista o tal vez un fantasma que transita las calles de Madrid, enamorado del cine, le aconseja a un amigo cineasta que se despoje de algunas de sus ideas y se centre en unas pocas sobre las que construir su futura película.
En aquel diálogo Trueba parece haber encontrado el tópico de los consejos sobre el proceso creativo del cineasta que a su vez, y con el tiempo, se han convertido también en una limitación. El joven realizador se revela contra esa idea, contra toda fórmula, contra todo procedimiento establecido. De ahí sale una película fragmentada, con muchísimas aristas, desde luego, pero también nace una película libre, cuyo mayor tesoro es precisamente ese aire de libertad, de inconformismo y de pura ensoñación, de la ingenuidad entendida como virtud y de la expresión y repetición de lo aprendido como alimento de todo aliento artístico.
Pero Trueba también se centra en otra frase sobre la que construir esta película dispersa, caprichosa y accidentada, pues el autor sigue basando su cine en una constante necesidad de acudir a lo literario y de compartir la pasión que le comporta para, a partir de una frase concreta, disparar el relato. No se trata de filmar frases en un papel y que el valor de la película sea el de la recolección de los pensamientos de otros, sino generar un filme que parta de una frase rescatada del olvido, encontrada entre los vaivenes de lo cotidiano, y que desemboque en una nueva idea. Las películas de Jonás Trueba se convierten así en puentes del pensamiento, en imágenes que conectan unas ideas con otras, en un espacio fílmico que posibilite el diálogo con lo literario sin perder nunca de vista la materia cinematográfica sobre la que se desenvuelve.
Esa frase en cuestión es también una idea, sobre cómo el cine y la vida son, en realidad, una misma cosa, y que ya no puede entenderse la una sin la otra. Es entonces cuando la estructura fragmentada de Los ilusos comienza a cobrar sentido. De repente, aquel filme disperso construido sobre infinitas posibilidades, sobre múltiples historias que nunca toman forma, encuentra en quiénes descansar. En el encuentro entre dos futuros amantes que acaban de conocerse. Es allí por donde traspira lo narrativo, el punto de fuga, el encuentro con lo concreto en Los ilusos.
Por ello tiene mucho de declaración de intenciones el hecho de rodar en dieciséis milímetros, con cintas desechadas en mal estado y rodando únicamente en los tiempos libres. Por el puro placer de filmar, y al tiempo que se filma ir buscando una historia hasta encontrarla. Una manera de hacer cine como forma de extender una manera de pensar el cine. Los ilusos es un acto de resistencia, pero también un canto de amor ante eso que nunca se ve en la pantalla y que sin embargo forma parte también, de manera indisoluble, de la palabra cine. Por eso cobra un hermoso sentido asistir al final de una escena y encontrarnos con una claqueta, con ese elemento físico que hace presente tan precioso engaño, o con la actriz repitiendo su texto hasta que suene tal y como se desea, y en cada repetición el cine cobra una nueva capa de espesor, una nueva épica, infinitas posibilidades.
El joven Trueba vuelve a filmar a las actrices de las que se enamoraría, ¿no es acaso también un gesto de amor, ese ingenuo homenaje a la belleza que encuentra en el mundo y que desea atesorar tras la cámara, de alguna manera? Por eso la película se detiene en Aura Garrido, en aquel rostro capaz de contener toda la belleza del mundo en un solo gesto, en una única mirada hacia una pantalla de cine en la oscuridad de una sala. Por eso a Los ilusos no le importa detenerse en Mi noche con Maud (Eric Rohmer, 1969) durante unos minutos con tal de poder seguir con la mirada a esa chica cuya historia aún no conocemos. Pero filmar a la chica soñada no es el único gesto de amor del cineasta. El mayor de aquellos gestos tiene lugar en la secuencia final, en esa sinfonía pastoral tan bella y libremente filmada. En ella, unos niños juegan con una pila de cintas VHS ante la atenta mirada de sus mayores. Es posiblemente el momento que pueda condensar una filmografía que, con sólo dos películas, ya se ha vuelto imprescindible.
Ese momento certifica el amor de Jonás Trueba por la materia del cine y por sus posibilidades, pero también recuerda que Los ilusos es, ante todo, un acto de resistencia, una hermosa plegaria en la que pide a gritos que se les permita a esos niños jugar con el cine bajo sus pies. Acercar a los nuevos espectadores al cine, aprender a pensar como cineastas, a pensar en imágenes, y a que las imágenes hablen. A seguir jugando, y a contar cosas mientras se busca y se aprende. En una de las primeras escenas, tras rodar una larga panorámica sobre la Plaza Mayor de Madrid, la cámara no se detiene. “Y ahora voy a rodar un plano del cielo de Madrid”, nos dice una voz. Y ahora una huida, y luego un beso infinito, y ahora unos niños, y por fin una historia de amor. En el acto de filmar como necesidad expresiva, como ingenua e ilusa búsqueda de hermosos instantes de pensamiento, Trueba ha encontrado la verdadera voz del cine.