Coincide Los idus de marzo con una época de total descreimiento de la clase política, y no es casualidad. Que un actor que ha hecho gala siempre de una fuerte implicación en lo político termine por volver al tema, propio de nuestros días, del presidente corrupto envuelto en un escándalo difícil de esconder, evidencia un cierto estado de las cosas.
George Clooney acepta encarnar la figura de ese importante candidato a las elecciones primarias y lo convierte así en un poderoso símbolo, como si representar el mismo el rostro de la figura pública simbolizase de alguna manera su propia decepción como ciudadano, o como si el rostro del responsable político reflejase sin remedio nuestro propio fracaso.
El acierto del actor es el de permanecer siempre en un segundo plano frente al joven protagonista, el apasionado director de comunicaciones del susodicho candidato, encarnado en Ryan Gosling. Clooney hace bien en ceder todo protagonismo a Gosling porque no solo sabe que la historia gira en torno a ese idealista responsable de imagen que termina descubriendo el monumental engaño de toda campaña política, sino que además es consciente de que no resulta sencillo enfrentarse a la fuerza arrolladora que despide el joven actor cada vez que aparece en el plano.
Y es que Ryan Gosling es el actor por excelencia, la nueva promesa de futuro de un actor total, que se transforme literalmente en el personaje al que encarna. Un nuevo Paul Newman, el actor más cercano a Marlon Brando que han dado las nuevas generaciones, capaz de disfrazar su acento, de renovar sus gestos, de reinventar sus reacciones. Un actor capaz, incluso, de mantener a flote un personaje adaptado con muy poco gancho dramático a la pantalla y de convertirlo en algo creíble. No es de extrañar que la película se sostenga gracias a su notable recreación.
Más allá de lo puramente interpretativo, el George Clooney director ha demostrado siempre estar más preocupado por lo argumental que por lo formal, siempre más implicado en justificar la inteligencia de lo que se cuenta que en la propia manera de narrarlo con eficacia. El cine de Clooney podría definirse como aquel que intenta encontrar la manera de ser contado de la forma menos sofisticada, en lugar de la manera más sencilla posible. Despojarse de todos los elementos que puedan hacer confusa su historia, incluso de los que ayuden a reforzar sus ideas. Es un cine más pendiente de no cometer un solo fallo en lo formal que de lanzarse a cualquier riesgo narrativo, algo que ocurría incluso en su mejor película (Buenas noches y buena suerte, 2005), lo que decanta a sus obras como parte de un cine menor.
En el fondo, Clooney es muy valiente por atacar tantos frentes en lo ideológico, pero cobarde por poner tan poco en juego como director que el único juicio posible es el de la indiferencia. La mayor evidencia en toda esta falta de brío visual, de ausencia de fuerza en la ejecución y de brío en la narración, es que las actuaciones de Paul Giamatti y de Philip Seymour Hoffman absorben cualquier interés argumental. En otras palabras, el éxito de la cinta es el de permitir a sus actores un lucimiento superlativo incluso cuando cuentan con solo dos escenas en su guión. Es otro error del director, que pone por encima su visión como actor a la de narrador de historias: que todos los actores disfruten con sus personajes, en lugar de que los actores conduzcan a sostener la trama.
El motor de la película, a pesar de compartir plano con todos estos gigantes de la interpretación, es el personaje de Evan Rachel Wood, auténtico motor del relato y, a la postre, epicentro de las acciones de los otros personajes. La joven actriz demuestra que es capaz de someterse a retos que superarían a no pocas actrices de su edad. Compartir escena con Gosling o con el propio Clooney y salir viva no es algo que hayan conseguido todos sus compañeros de reparto.
La adaptación cinematográfica del material literario pareciera de un forzoso cumplimiento, falta de profundidad y presa de los tópicos, como si interesara más el tema en general que la propia forma del relato. Todo en la película está en su sitio, todo parece adecuado: un operador de cámara de altura, un montaje solvente, un guión impecable con momentos de lucimiento para todos y excelente música de Alexandre Desplat. Todo conduce a pensar que se trata de un filme inmejorable. ¿Qué es lo que falla entonces? El problema termina siendo esa excesiva temeridad por lanzarse del todo a la historia que se cuenta, algo que debería hacer cualquier director.
Lo importante no es haberse atrevido a tocar este tema, sino algo más allá. Lo importante es comprometerse con cada una de sus imágenes. Buscar siempre la manera de interrogar al espectador, y no la de evitar juicios negativos a toda costa. Siempre será más valiosa una obra que se preocupa en intentarlo que aquella preocupada en que nada falle. George Clooney acaba envuelto en la trampa del que quiere ser juzgado por su valentía cinematográfica y por su posicionamiento político pero que no acepta ser juzgado de ningún otro modo. En ese sentido, Los idus de marzo se aleja de las intenciones solemnes y transgresoras de su director y acaba más cercano a aquello que intentaba evitar, acabar siendo otra Primary Colors (Mike Nichols, 1998), el folletín de nobles intenciones.