Todo empieza con una firma duplicada. Primero son las letras las que se duplican, luego lo harán los personajes. Un banco de Buenos Aires descubre que dos de sus clientes, sin relación aparente, firman con una rúbrica exacta. El universo entero de Los delincuentes se despliega con lúcida transparencia en esa primera escena, las cartas quedan al descubierto: el gerente del banco anuncia que no se podrá continuar hasta que se resuelva el misterio y los empleados, como si se tratase del coro de una comedia shakesperiana, afirman que hay personas con la misma firma, con la misma voz o incluso con la misma vida, pregonando con gracia el leitmotiv de la película.
La propia puesta en escena entonces se duplica, los pasillos se llenan de espejos, las figuras de los trabajadores se repiten y de repente la propia película también se duplica, se convierte en un reflejo de la referencial Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949) calcando su argumento: uno de los empleados pretende robar el banco y disfrutar del dinero cuando haya cumplido la condena mínima que le permitirá su buena conducta. Un crimen sin fisuras que, por supuesto, ha de duplicarse en un cómplice, uno de los compañeros de la oficina que ha de custodiar la bolsa con el dinero hasta que pasen esos tres años y puedan compartir el botín sin temor a ser descubiertos, lo que les obliga a transitar una dilatada época de resistencia y de imaginar, con borgiano aliento literario, la vida del otro.
El protagonista también se apellida Morán, como si el José Morán de Apenas un delincuente se hubiese reencarnado sin previo aviso. Para entonces el dispositivo de la película ya ha transformado la ficción en un simpático juego especular: otros personajes afirman llamarse Morna, Ramón o Norma, y un cómic de Namor cierra con sorna una toma disparatada. Pero no es solo en ese juego dialéctico, que pareciera salido de un filme de Matías Piñeiro, donde discurre una película que parece mirar hacia su propio interior todo el tiempo, devolviendo reflejos de sí misma. Mientras Morán fuma un cigarro en su prisión, la pantalla se parte en dos y su cómplice hace lo mismo para dejar claro que ninguno de los desdoblamientos del personaje va a ser nunca libre del todo.
La presencia de la actriz Laura Paredes invita a pensar en que la ficción de Trenque Lauquen (Laura Citarella, 2022) continúa aquí de algún modo como si estas obras argentinas de los últimos años, tan cimentadas en el peso de sus fuentes literarias, perteneciesen todas al mismo universo. Otra forma de desdoblamiento. Y no es una comparación caprichosa: Los delincuentes también hereda de aquella su obsesión detectivesca, su insistencia en el procedimiento, su desarrollo en peligrosa espiral y un cierto ensimismamiento que no pierde nunca de vista su voluntad comunicante. Está contada desde aquellos ritmos y formas bressonianas que perseguían el misterio que esconde el gesto de hacer cine y que no dejaban de detenerse en los objetos, en escaleras y puertas, que filmaban piernas que avanzaban en la búsqueda de un significado y que contemplaban cómo las manos eran incapaces de mentir. No es casualidad, por ello, que aquí uno de los protagonistas frecuente un cine en el que se proyecta El dinero (Robert Bresson, 1983) también de manera obsesiva.
La propia música se desdobla, pasa sin solución de continuidad de la nostalgia porteña de Astor Piazzolla a la teatralidad dramática de Francis Poulenc como si la banda sonora hubiese sido escrita por un único compositor. El oboe es capaz de desdoblarse, de transmitir el universo íntimo de los protagonistas para después transformarse e ilustrar el sentido de la tragedia. La valiente cita a la Fantasía para arpa de Saint-Saëns va a servir como contrapunto romántico y también como ensoñación de un posible paraíso perdido, una fuga en forma de sonido hacia la vida soñada que ansían alcanzar los personajes tras los años de condena y calvario que deben afrontar primero.
Y quizás esa singularidad, esa pieza extraña y exótica que prescinde de la orquestación de todo el resto y hace que la película se tiña de la magia ilusoria de un arpa solitaria, pueda ser el símbolo por donde se rompe el complejo y divertido juego especular y queden al descubierto los deseos por hablar de una compleja y sugerente idea de libertad planteada por el filme: al robar el banco Morán y su cómplice pretenden ser libres, obtener el salario que hubiesen obtenido a lo largo de su vida de un solo golpe, abandonar las cadenas de un mundo laboral opresivo. Pero la vida en la cárcel no va a ser fácil para Morán, y para el otro puede que trabajar en la oficina mientras es investigado incluso lo sea menos aún.
La historia de amor que vertebra el relato (en donde prima lo que no se dice y que va a impulsar el acontecimiento especular cataclísmico de la película) se convierte en expresión última de ese mundo libre que aún solo tiene cabida en el territorio de lo imaginado. Su idea del amor es solo una sombra tras las cortinas del baño, un mero pasaporte para huir de sus rutinas o el terreno sin dueño de una habitación de hotel. Ninguna de esas visiones les convertirá en personas libres. Al contrario, esa idea del amor, tanto como la del dinero, va a negarles la posibilidad de un nombre que se aleje de los otros, la posibilidad de una escapatoria real de la ficción, porque su pecado es precisamente el de intentar escribir su relato de espaldas al espejo (este gesto llegará a ponerse en escena de forma literal) o, en otras palabras, el fracaso de combatir lo que no les gusta del mundo haciendo lo mismo que detestan de él.
Ambos personajes se reflejan continuamente en los espejos pero no son capaces de mirarse. Solo pueden reconocerse a sí mismos a través de las palabras: durante la estadía en prisión, Morán es interpelado a leer un poema de Ricardo Zelarayán (Juan L. Ortiz va a ser el otro poeta especular), un gesto que hace que los acontecimientos queden suspendidos en el tiempo. De repente las palabras son más importantes que el relato, tal y como ocurría al comienzo de la película. El tiempo discurre con la lectura del poema en una bellísima elipsis que recorre el patio de la cárcel. La gran salina, el monumental poema de Zelarayán, terminará diciendo que “en realidad no se sabe nada” de los misterios que ha ido presentando, sueño premonitorio en forma literaria de lo que va a ocurrir en el interior de la propia película en tanto que no hay final posible.
Cuando Morán aparezca por fin montado a caballo en el horizonte habrán comparecido en escena todos los géneros cinematográficos posibles. A la película ya solo le quedaría empezar de nuevo, repetir el proceso con el ingenuo deseo de hallar un esperanzador punto de fuga, pero en su lugar decide no terminar nunca, decide quedarse a vivir en esa interminable búsqueda de sí misma y de un particular significado de libertad que nunca llega. ¿Será esta la expresión decisiva de un cine que va buscando lo poco que queda de él en este incierto momento de su historia? Los delincuentes parece navegar en espirales sin retorno como parte de un texto azaroso, salta de un género al siguiente como si ella misma tampoco fuese libre del todo, igual que sus personajes. En ese vagar continuo, en esa valiente travesía puede entreverse aún la vigencia del cine como laberinto con el que llegar a entender quiénes somos y en quién podemos convertirnos.
*Originalmente publicado en Caimán, Cuadernos de Cine – Número 183 Diciembre 2023