Como en la mejor de las películas de principios de milenio, Loreak explora una historia de personajes desorientados que hallan un cierto sentido en el momento que se entrecruzan. Bajo el espíritu dolido y apasionado de 21 gramos (Alejandro González-Iñárritu, 2003) pero con una propuesta estética muy desmarcada, especialmente sensible a los detalles y a la manera con que la luz penetra en el plano, Loreak cuenta una historia cruzada entre tres mujeres que oscila en torno a la desaparición de un personaje masculino.
Es curioso y sugerente que, tratándose de una película sobre personajes tan introspectiva como esta, los ramos de flores se conviertan en protagonistas del plano como si Alfred Hitchcock u Otto Preminger se hubieran adueñado de la narración. Autores de la época clásica para un filme cuyas ambiciones pertenecen, definitivamente, al nuevo milenio.
El personaje masculino no es otro que un obrero fallecido en un accidente de tráfico. Al morir, la fría relación de su madre y su esposa termina por desvanecerse del todo. Pero es una tercera mujer, Ane, la que inicia este relato de silencios, de encuentros y desencuentros. Ella recibe flores cada día, con remitente desconocido. El misterio la inquieta pero también ilumina, por fin, una existencia gris. Convencida de que era aquel obrero quien se las enviaba, Ane le devuelve aquel ritual una vez fallecido, lo que activa la curiosidad de la esposa, que intentaba olvidar al difunto.
Así funciona Loreak, desde las acciones que precipitan otras como si se tratase de fichas de dominó cuidadosamente colocadas. Quizá demasiado. El giro brusco de guión se convierte en el baluarte definitivo sobre el que apoyar una película que transita un delicado equilibrio, a punto de caer en el abismo de la historia fragmentada convencional. Quizá sobreviva al trayecto sinuoso que propone porque, en el fondo, el trazo con el que están dibujados sus personajes femeninos es tan sencillo como eficaz, y el arquetipo de mujer, madre y ¿amante? adquiere una profundidad inusual al confrontarse ante el drama de la pérdida.
La propuesta avanza con paso firme, apostando por el despliegue de esa sensibilidad apuntada no tanto en los sentimientos de las mujeres, sino sobre todo en las cualidades de su planteamiento estético, de un delicado preciosismo y empeñado en convertir el ramo de flores en un poderoso símbolo. En su propuesta estética pueden entreverse algunas costuras de la película, en tanto que en ocasiones las imágenes florales transitan peligrosamente por los terrenos del anuncio publicitario. Imágenes llenas de belleza que a veces confunden el lenguaje por el que se mueven, como si la representación perfecta del ramo a veces se superpusiera al discurso que arrastra el relato, haciéndole perder su sentido a las imágenes. El ramo de flores deja de ser así un símbolo para convertirse en un producto.
Conviene también dedicar algunas consideraciones a la banda sonora de Pascal Gaigne, soberbio músico con experiencia en las latitudes de las historias cruzadas en el cine y con habilidad para vincular a distintos personajes a partir de una sugerente utilización de la música. Y conviene hacer hincapié en la partitura porque es posible que no se trate de la música más adecuada. Su omnipresencia atenúa la fuerza de los silencios, potencia la aparición de lugares comunes y, lejos de otorgarle identidad propia a la película, convierte a Loreak en otro filme de historias cruzadas, una en la que el protagonismo sonoro otorga cierta permisividad para dibujar los contornos del relato. Y no ocurre así porque la música no posea la calidad suficiente, sino por la manera en que está utilizada, por los momentos en los que aparece y por la dinámica en la que se sustenta la propia partitura.
Bajo esas consideraciones uno podría plantearse que las aristas de la película, por otra parte a todas luces sugerente, no encuentran culpable alguno. Resulta curioso comprobar que el mayor pecado de Loreak es, simplemente, que se adscribe a un género pretendidamente actual que ha terminado perdiendo toda su vigencia. Armazones argumentales que, lejos de hablar de una sociedad fragmentada e inconexa, se ha convertido en el refugio de quienes buscaban coherencia para sus obsesiones dispersas. Pero incluso ahí siguen apareciendo Hitchcock, Preminger y Öphuls. En el fondo la historia sigue siendo la misma.