Liverpool (Lisandro Alonso, 2008)

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* Aviso: Esta crítica desvela buena parte del argumento de la película.

El cine de nuestro tiempo respira y transita con una idea de base muy fuerte que parece interesar casi a todos los cineastas por igual. La idea de contar relatos a partir de la búsqueda de una no-ficción, que retrate con el mayor realismo posible la historia que pretende contarse.

Uno de esos trayectos, nunca mejor dicho, es el camino que Lisandro Alonso traza para el personaje de su película. Un itinerario que parte desde el barco donde éste trabaja (barco que da nombre al filme) y que lo lleva hasta Ushuaia, su lugar natal al que parece querer regresar una vez alcanza tierra firme.

La película narra ese transitar en una clave lo más íntima posible, plagada de acertados silencios, en los que el discurrir del personaje propone que el espectador reconstruya su historia y sus pensamientos conforme éste intenta llegar a su pueblo.

Alonso no sólo filma ese viaje con especial delicadeza, sino también con una belleza plástica asombrosa, fotografiando los pasajes nevados de Ushuaia y confrontando a su personaje con ellos en un duelo silencioso en el que los fantasmas del pasado del protagonista parecen retornar conforme va llegando al final del camino.

Durante el recorrido, a la vez que resulta muy sencillo sumergirse en la belleza de las imágenes, también se disparan el número de preguntas que nos asaltan: ¿A dónde va realmente? ¿Quiere ver a su madre en realidad, como le dijo al capitán del barco? ¿Por qué se marchó de allí? ¿Qué quiere encontrar ahora, años después de haberse ido?

El protagonista parece no haber conseguido una vida fuera del pueblo. Su presencia en el barco se reduce casi a ser un obrero invisible a los ojos de los demás, y su único vínculo con su vida presente en el trayecto queda simbolizado a través de una botella de ron, que le acompaña en el viaje y que le ayuda a entrar en calor. Ese nexo de unión con el barco se hace patente en tanto que toma un sorbo no sólo cuando más frío siente dentro de sí, sino también cuanto más solo se encuentra.

Las preguntas que uno se formula van reconstruyendo sin quererlo a un personaje del que uno no recibe información alguna por parte de la película (o eso parece en una lectura superficial) y del que milagrosamente queda construido un perfil a través de la reflexión personal. Que el espectador sea capaz por sí mismo de crear un personaje inexistente a través de la reflexión con las imágenes que se muestran es uno de los mayores encantos de la película, un logro absoluto que la convierte en una obra hermosa.

Cuando llega por fin a su pueblo, el encuentro con las personas y el entorno recibe un choque escandaloso que sólo se percibe a través de segundas lecturas. Una tensión latente que no tiene equivalente visual en ningún momento y que sin embargo puede percibirse. Esa es la magia que Lisandro Alonso busca y encuentra en determinadas escenas, cuando la sencillez abrumadora con la que rueda se da de bruces con el encanto expresivo, con la verdad desnuda.

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Y por fin nos damos cuenta que el protagonista, a la vez que transitaba ese camino, intentaba un proceso de reconstrucción, un intento de recuperar una vida pasada, de encontrarse con su hija, que ya no le reconoce. De encontrar efectivamente a su madre enferma, que tampoco lo conoce ya. El lugar sin embargo sí parece haber conservado sus huellas: algunos vecinos, algunos familiares sí saben quién es, y se preguntan por qué ha vuelto de repente, y con qué intención.

El pasado queda entonces revelado, a través de una tercera persona y nunca del personaje principal, del que sólo somos testigos de su vuelta a rehacer un camino por el que ya ha transitado y que intenta volver a cruzar con ciertos aires redentores que le son negados por completo.

Antes de marcharse, le ofrece a su hija un objeto, que guarda con cariño en sus pequeñas manos y que la cámara nos niega. Él se marcha, mientras adoptamos la visión de la niña, que ve cómo ese desconocido que no es otro que su padre, desaparece entre la nieve nuevamente, tan misteriosamente como había llegado.

En ese objeto que no se muestra parece que se encuentre todo lo que él significa ahora, parece haber depositado todo su ser, todo su afecto, parece haberle dado a ella todo lo que él tenía como símbolo de una petición de perdón que ni siquiera espera obtener.

De repente nos encontramos en un precioso epílogo, un camino que nos ha llevado sin quererlo, sin darnos cuenta, a los confines del mundo en una aldea abandonada, y a la historia de una niña que traza también su propio camino interior, el de alguien que desconoce su verdadera historia y cuya deficiencia mental no impide que se cuestione las mismas preguntas que el espectador.

Entonces mete su mano en el bolsillo de la chaqueta y encuentra el regalo de su padre. Lo mira con ternura, pero también con la enorme frustración de no comprender su significado. Es un llavero enorme de metal, con letras rojas. En él puede leerse: Liverpool.