Las películas que se empeñan en mostrar una imagen diferente cada segundo y cuya narración en off gira el relato de un lado para otro a un ritmo vertiginoso son muy reconocibles gracias a esa estética demoledora, que incluye desde las imágenes de archivo hasta el estilo del videoclip más adocenado.
En ellas, el cine comercial ha querido encontrar una fuente estética de la que beben los relatos que buscan ocultar sus defectos de cualquier manera, disfrazando sus endebles argumentos a través de la constante saturación de imágenes.
Pocos cineastas han utilizado ese recurso con resultados satisfactorios, cuando su funcionalidad estaba justificada: Darren Aronofsky lo convirtió en el recurso por excelencia de su Requiem por un sueño, para evitar la representación continua de los rituales de la drogadicción en la pantalla.
Paul Thomas Anderson le sacaba partido en Magnolia para infundir la sensación de que doce historias estaban ocurriendo en el mismo tiempo y lugar, y David Fincher construyó sus herramientas narrativas a partir de ese estilo en El Club de la Lucha, destruyendo las vidas rutinarias de sus personajes y saltándose ciertas normas de la narración convencional.
En todas ellas, aún seguía habiendo una historia tras su estructura alucinada y espasmódica. Si prescindían de ellas, el relato sin duda era diferente, pero se seguirían sosteniendo gracias a la fuerza de sus argumentos.
En Mr. Nobody, apenas hay una premisa de cierto interés que apunta a preguntarse qué ocurre con las elecciones que no tomamos y que determinan el devenir de nuestra vida.
A partir de su idea inicial, el filme sugiere que habrá miles de líneas argumentales discurriendo en el mismo caudal, pero la película se limita a ofrecer tres alternativas posibles, centradas en tres amores diferentes del protagonista.
Jaco Van Dormael evidencia en pocos minutos de metraje las aspiraciones de su película: que el barroquismo visual impida la crítica hacia lo que hay detrás, que adoremos sus imágenes pero que no prestemos atención al argumento, que alabemos las piruetas narrativas y los recursos de montaje que enlazan un momento con otro, pero que olvidemos todas sus carencias.
Que Jared Leto sea un protagonista imposible no resulta difícil comprobarlo: las actrices que encarnan a sus tres esposas en cada dimensión temporal hacen que éste desaparezca literalmente de la pantalla.
Diane Kruger y Sarah Polley brillan con luz propia pero no por su intensidad dramática, sino porque frente a ellas tienen a un actor que no aguanta el duelo ante ninguna. El actor que le encarna además en su etapa de adolescente corre la misma suerte frente al irremediable encanto natural de Juno Temple.
La ingenuidad narrativa acaba cerrando su círculo de despropósitos cuando se decanta por la solución más cobarde para explicar su absurdo entramado de imágenes.
Pero era algo de esperar: un director que escribe una historia sobre un personaje que toma todos los caminos posibles y los vive al mismo tiempo. ¿Podría tomar una decisión final coherente y satisfactoria alguien que alaba la incapacidad para tomar decisiones?
Esa narración accidentada y pretenciosa, de colosal metraje y compuesta de todos los clichés visuales que ha dado el cine, acaba diluida en su propia indecisión. La película se erige como verdadero cine vacío, llena de las mismas espectaculares imágenes que puede contener un anuncio publicitario, empeñadas en no decirnos absolutamente nada.