Para entender el valor de esta hermosa película, llena de energía, convendría acercarse primero a contemplar dos de sus más importantes escenas. En la primera, un adolescente recita a sus tutores un rap que acaba de componer y con él desvela toda una infancia de sufrimiento. En la segunda una niña cuenta, a partir de los dibujos de su cuaderno, una pequeña fábula en la que también se refleja un pasado lleno de abusos.
Son los dos grandes momentos de la película, maravillosamente interpretados y filmados bajo el aliento de lo real, que describen no ya las formas en las que se comunican los adolescentes, sino las que encuentran los adultos para poder entender el mundo que viven los más jóvenes. Por eso se trata de una película importante y no de otro film más que discurra en el terreno de lo social con buenas intenciones. La sensibilidad de su mirada la salva.
La Grace del título (ridícula traducción del original, Short Term 12) trabaja en un centro de acogida que la empuja diariamente a convertirse en guerrera, para lidiar con los conflictos cotidianos, pero también con la ternura suficiente para que su mirada pueda posarse en los gestos más pequeños y advertir, a partir de ahí, el inicio de pequeños problemas en los niños con los que poder ganar su confianza. Una batalla diaria que se retrata en forma de aventura, casi a modo de gincana, pero que nunca pierde la perspectiva sobre la realidad a la que pretende acercarse.
Quizás esa sea la tarea de este cine: rescatar lo real al tiempo que arrojar luz sobre el valor que poseen esos gestos. No se trata de una celebración de la propia película y de lo que contiene, pecado habitual en el cine de tono social, sino de celebrar la entrega al trabajo de sus personajes protagonistas, quizá porque creen a ciegas en lo que hacen, quizá porque las costuras de un guión endeble ha impuesto sobre Grace el estigma de un pasado también tormentoso.
En ese sentido, el último tercio del film se convierte en una lucha por mantener el navío a flote. En cuanto terminan las escenas más importantes, sobre las que gravita el relato, y la película se lanza a buscar una resolución argumental que parezca satisfactoria desde el punto de vista dramático, comienzan los problemas. Las vidas de Grace empieza entonces a debatirse entre el material propio de un mediocre drama televisivo o bien abandonarse a su espíritu libre y dejar todos sus cabos sueltos. Las escenas se suceden tanteando ambos terrenos y la película parece confesar que, para abarcar todo cuanto desea, se ve obligada a apostar por el espectáculo televisivo para cerrar las historias personales y a dejarse llevar por una poética libertad de movimientos cuando vuelve a ilustrar la vida en el centro de acogida.
A propósito de esta segunda vía, Las vidas de Grace permite entrever lo que podría haber sido de haberse atrevido a superar las barreras argumentales que se había autoimpuesto. Una cámara lenta recorre la persecución de los tutores que van tras un niño que escapa del centro. Parece que no importe tanto atrapar al adolescente como el propio acto de correr, de dejarlo todo para ir a por él. En momentos como ese la película revela su auténtica naturaleza: no son tan importantes los personajes como esos gestos que tienen hacia los demás. Lo importante es contemplar esa entrega, la gratuidad de sus acciones, el poso que dejan en los demás, o el discurrir de lo vivido. Al volver a pensar en esas dos escenas centrales, es revelador descubrir que lo más hermoso no ha sido observar a un personaje que se va gestando, sino contemplar a dos personas que se escuchan.