Dos grandes contrariedades vertebran esta película. La primera tiene que ver con las formas de consumo adoptadas por buena parte del cine contemporáneo nacido en la gran industria, tan despistado en la creación de contenidos como en el público hacia el que las dirige. En ese sentido, Las tortugas ninja es un producto de evidente vocación infantil que no va dirigido, en realidad, a ningún niño, sino que transita esa peligrosa frontera del entretenimiento para adultos legitimado a partir de una oscuridad impostada que justifique la práctica del placer culpable. ¿Ningún niño? En realidad sí: aquellos que acudieron a ver las primeras películas de estos personajes en los años noventa.
La segunda gran contrariedad tiene que ver con el limbo que habita el trasfondo de estos peculiares personajes. Cuando la intrépida April (Megan Fox) descubre la guarida de los héroes, ésta permanece oculta gracias a una enorme pila de radio cassettes, ellos siguen enamorados de la pizza como manjar de dioses y toman refrescos en lata como símbolo de rebeldía. Señas de identidad de la adolescencia propia de los años noventa. En cierto sentido, los personajes se han quedado atrapados en todo aquello que les profería de identidad y que les anclaba a su época, convirtiendo en imposible un salto en el tiempo hasta la época presente.
La nueva película de Las tortugas ninja es por tanto una revisión paradójica, con una coherencia en apuros desde el primer minuto, en tanto que la idiosincracia propia de los personajes los convierte de alguna manera en esclavos de su tiempo. Puestos a perder el sentido, a la película no le importa rozar el absurdo o que la solidez de su historia se diluya con cada decisión argumental. El film parece escudarse en ese supuesto público infantil como objetivo y la carencia de sus exigencias. Lo peligroso es que el propio espectador esgrima también esa misma defensa.
El absurdo se convierte en una bola de nieve tan grande que la película termina por dar la vuelta completa hasta encontrarse por fin a sí misma: en una secuencia en apariencia intrascendente, mientras los héroes ascienden al último piso de un rascacielos para la batalla final, los ruidos del ascensor invitan a imaginar un ritmo musical al que las cuatro tortugas se van sumando, hasta convertir la secuencia en un delirante festival de percusión. ¿Por qué no convertir esta celebración en la película completa, tan libre y fresca, tan desprovista de ataduras, tan imprevisible? ¿Es que vale más la pena repetir los errores crónicos de los más mediocres blockbuster de las últimas décadas antes que potenciar las virtudes de algo que no es utópico, sino que habita ya una parte de la propia película? Preguntas que invitan a seguir creciendo. Porque la experiencia del cine puede ser tremendamente divertida, pero no hay que confundir nunca ese disfrute con la pérdida de todo espíritu crítico.