El género feeling good ha gozado siempre de sus mejores exponentes en tiempos inciertos. O, al menos, el público ha respondido mejor a esos relatos, deseosos de historias que les conmuevan y les animen en la batalla de lo cotidiano. Son películas que se venden solas, de esas cuyos slogans promocionales abren de par en par las puertas a aquellos que no consumen cine con frecuencia en un acercamiento impulsivo al cine más cercano.
Parten de una fórmula de guión esquemática y rotunda y están trazadas con el animo de provocar una agradable sensación a la resolución del relato. ¿Cómo no salir del cine con una sonrisa? El verdadero y sugerente reto en este tipo de cine, que el circuito comercial ha convertido en un género por sí mismo, es aprender a valorar a la película en su justa medida en lugar de valorar nuestro estado de ánimo al terminar la proyección. En otras palabras, no conviene juzgar lo que hemos visto sólo porque el relato nos ha conmovido. Película y relato no son la misma cosa.
En ese sentido, Las sesiones le gana la primera y más importante de las batallas a las películas mediocres de su género, en tanto que se trata de un terreno que se acomoda con facilidad a ese vínculo emocional con el espectador para esconder todas las lagunas que pueda contener en su representación y en su interior. La mayor virtud de la película es que el estupendo guión confeccionado por Ben Lewin ejerce una responsabilidad que circula en ambos sentidos: el film está contado bajo un profundo sentido del respeto tanto hacia su personaje principal como hacia el espectador. No hay momento para la lágrima fácil, y esa honestidad rescata el cuento con moraleja y lo convierte en una película que no se basa en la manipulación emocional, sino en el deseo de compartir una historia.
Todo ello choca, prematuramente, con ese prólogo que se apoya en imágenes reales. El tormentoso y recurrente “basado en hechos reales” amenaza con absorber todo atisbo de honestidad, a través de ese recurso enmudecedor que bien podría compararse con una atracción de circo. Pero la introducción da paso a la contención, a la displicencia incluso. La falta de pretensión es otro de los elementos de la cinta que benefician a la narración, en parte por la manera optimista en la que se perfila al personaje principal, condenado a vivir bajo un pulmón de acero, en parte por esa relación con un sacerdote tolerante que genera, en una ausencia de conflictos que podrían haber hecho caer el proyecto en el más clásico de los estereotipos, una cinta que se desarrolla con indiscutible agrado.
El otro gran triunfo, por supuesto, es el de sus actores, que hacen creíble una historia de delicado equilibrio que tal vez en otras manos podría haber caído con facilidad en lo ridículo. La película tiene el pudor justo, la delicadeza necesaria, el ligero coqueteo con el humor, y la ternura irremediable en la que desemboca un relato de la iniciación al sexo por parte de un tetrapléjico que ha alcanzado los treinta y ocho años de edad y que vive su virginidad con una sana curiosidad más que con cualquier tipo de frustración vital. Otro pequeño éxito de la cinta es el de transmitir esa curiosidad por la vida, ese afán de descubrir y de descubrirse, algo que otras historias grandilocuentes jamás encuentran en sus pomposos desarrollos. La sencillez aquí se transforma en una gran virtud.
Poco importan, llegados a este punto, una dirección plana que se limita a representar el texto escrito o unos personajes que acaban por encontrar imposible huir de los estereotipos propios del género. Las sesiones consigue su objetivo mucho antes de evidenciar sus carencias. Sabe cuidar al espectador, y sabe resolver sus conflictos antes de que el frágil castillo de naipes caiga por su propio peso y por las herramientas que utiliza, más primitivas cuanto más se acerca a su desenlace. Una labor de montaje envidiable y una capacidad de síntesis ejemplar en el desarrollo de sus escenas endulzan la experiencia de la película a través de esa sencillez y brevedad de la que hace gala.
Nada ha cambiado en el género, por mucho que la propia evolución del medio nos haga pensar, ante cada nueva película, que estamos ante un filme cuya experiencia personal y emocional nos empuja a otorgarle un valor mayor al que merece. El tiempo matiza razonablemente las conquistas de productos como este, aunque es probable que a partir de ahora Ben Lewin tenga carta blanca para hacer lo que quiera. La fórmula está ahí, las buenas intenciones siguen ahí y los límites de la condescendencia también continúan su particular coqueteo con el relato. La diferencia aquí es que no se sirve de ninguno de esos elementos para proyectar su previsible éxito, sino que por encima de ellos se encuentra el respeto por aquello que cuenta y, más aún, por aquellos a quienes se lo intenta contar.