#20 – Taming the Garden (Salomé Jashi)
«Un hombre poderoso, que también es el ex primer ministro de Georgia, ha desarrollado un hobby exquisito. Colecciona árboles centenarios a lo largo de la costa de Georgia. Encarga a sus hombres que los arranquen y los lleven a su jardín privado. Algunos de estos árboles tienen una altura de hasta 15 pisos. Y para transplantar un árbol de tales dimensiones se cortan otros árboles, se desplazan los cables eléctricos y se pavimentan nuevos caminos a través de las plantaciones de mandarinas.»
#19 – A Night of Knowing Nothing (Payal Kapadia)
«L, una estudiante universitaria en la India, escribe cartas a su amante de quien se separó, mientras él está fuera. A través de estas cartas, vislumbramos los drásticos cambios que se están produciendo a su alrededor.»
En este documental, la realidad y la ficción se dan la mano del mismo modo que lo hacen el sueño y la vigilia. Se muestra a la vida como un proceso tan intrincado en el que amor y política terminan siendo la misma cosa. La cámara libre y creativa de esta cineasta convierte la película en un ejercicio árido y a veces confuso, pero también profundamente valiente, en el que es fascinante sumergirse.
#18 – Beckett (Ferdinando Cito Filomarino)
Con un argumento salido de cualquier novela de espionaje de segunda fila, Beckett refleja a una Grecia que no aparece en las postales turísticas ni en los documentales que nos venden los tour operadores. Filomarino muestra a una ciudad grandiosa en otro tiempo y desolada en este, con unos ciudadanos en constante rebeldía, sonrojante radiografía de la apatía de los países del sur en una Europa cada vez más dividida entre ricos y pobres.
Y de eso trata justamente el relato que subyace tras el McGuffin de Beckett: cómo los pobres luchan por cambiar las cosas mientras los ricos lo dan todo de sí mismos para que nada cambie.
Puede que Beckett, esa película en la que un turista trasciende su trauma personal y descubre que puede ayudar a cambiar las cosas en lugar ajeno, sea el gran gesto político del cine de este año que termina, uno que desvela que las fronteras humanas son sólo límites imaginarios.
#17 – Malcolm & Marie (Sam Levinson)
En términos estructurales, Malcolm & Marie es la película que podían permitirse hacer sus creadores en tiempos de pandemia y confinamiento, quizás el primer ejemplo del cine que está por venir en los próximos años.
En términos formales, Malcolm & Marie es otro elegante ejercicio de puesta en escena de un Sam Levinson que ya había demostrado su inagotable inventiva como director de largometraje en Assassination Nation (2018): una sola localización, dos únicos intérpretes y una sucesión de planos muy calculados, sin que eso impida dar una libertad especial para que actriz y actor desplieguen sus capacidades de improvisación. En ese sentido, la película es también un regalo para Zendaya y John David Washington.
Y en términos argumentales, la película trabaja también una disección de la pareja moderna, con todas sus contradicciones y con los defectos de tradiciones pasadas que aún arrastramos y en las que parece inevitable seguir cayendo. Levinson se permite, además, introducir un pequeño episodio que abofetea al ejercicio de la crítica: el cineasta denuncia la necesidad de un feedback como creador que le impulse a seguir creciendo, y no el texto con el que se suele encontrar, críptico, apático y puramente anecdótico. Por eso Malcolm & Marie habla de las necesidades de comunicación en pareja y también de las necesidades de comunicación que posibilita la propia película entre espectador y creador. Todo eso en poco más de hora y media, en un solo lugar. Pocas veces se hizo tanto con tan poco.
#16 – Aloners (Hong Seong-eun)
Una de las películas que mejor reflejan la soledad y el estado de aislamiento de las nuevas generaciones. Quizás la más acertada de todas ellas, porque nada en el filme es aleccionador, efectista o autoimpuesto. El reflejo de una joven en el presente está ahí porque a Seong-eun, cineasta surcoreana recién estrenada en el mundo del largo, no le interesa pasar de puntillas por el mundo, sino reflejarlo de la manera más cercana posible.
Por eso es inevitable sentirse junto a Jina, el personaje que encarna una fantástica Gong Seung-yeon a la que seguir en los próximos años, contemplar cómo a través del sonido de sus cascos o de la pantalla de su móvil el mundo pasa delante suyo como si ella fuese alguien totalmente ajeno a él. Pocos creadores son capaces de proponer tal nivel de acercamiento.
Los rutinarios trayectos del trabajo al cubículo y del cubículo al trabajo definen más al personaje que la exploración de sus traumas pasados. El mundo pasa ante sus ojos mientras cuerpo y alma permanecen desconectados el uno del otro.
En su pequeña exploración de la intimidad de un único personaje, Aloners termina por alcanzar terrenos de una profundidad inesperada.
#15 – El escuadrón suicida (James Gunn)
Franquicia rara avis en el universo editorial de DC, la misma que construye templos para adorar a su santísima trinidad (Wonder Woman, Batman y Superman), desvela aquí, como ocurría con Guardianes de la galaxia Vol.2 (2016), la otra cara de la figura del héroe en el mundo contemporáneo, ese al que se le aplaude durante diez minutos y condenado a sacrificar su vida en el gesto heroico.
También, como ocurría en aquella, los personajes se han cansado de salvar el mundo, de aparecer en la ficción, se sienten más vulnerables que nunca. Lo que no ocurría en aquella y aquí sí es un interesante trabajo con los estilemas del género pulp (rótulos disparatados, transiciones aberrantes, situaciones rocambolescas), siempre con el interrogante de si alguno de aquellos tics puede sobrevivir acaso en la era de la sobresaturación de imágenes y del descreimiento de la ficción.
Como ya es habitual en la filmografía de Gunn, virtuoso cineasta del exceso, de la autoparodia y del capricho, todo parece salido de una batidora y el caos habla por sí mismo.
La amalgama de imágenes e ideas y su visión ultraviolenta del mundo ayudan a tejer una radiografía americana mucho más certera de lo que han intentado este año otros cines más cercanos a lo real.
#14 – Barrenderos espaciales (Sung-Hee Jo)
Con el argumento de un serial de ciencia-ficción propio de otra época, un grupo de chatarreros del espacio encarna al reducto de una sociedad colapsada, que trata de sobrevivir con aquello que antes se consideraba inservible.
Barrenderos espaciales está construida sobre los mejores efectos visuales del año, pero también está plagada de gestos ingenuos y conducida por una hoja de ruta cuyas aspiraciones son excesivamente grandes. En recompensa a ese atrevimiento está provista también de una espontaneidad y un espíritu despreocupado que recupera el sentido lúdico de un género que parece haberlo perdido tiempo atrás.
El filme también supone un hermoso paso adelante en la ruptura de la hegemonía de unos géneros que parecen reservados en exclusiva a la geografía norteamericana, como si ninguna otra cultura tuviese nada que decir al respecto. Otro paso más para que conceptos como el thriller español o la ciencia-ficción surcoreana se liberen de todo complejo posible.
#13 – Carajita (Silvina Schnicer, Ulises Porra)
Sara y Yarisa son niña y niñera. Aunque su clase social no podría estar más distante, su relación es casi como la de hija y madre. Pero como ocurría con La mujer sin cabeza (Lucrecia Martel, 2008) o con Slimane (José Alayón, 2013), un accidente de coche va a terminar de resquebrajar los delicados cimientos que sostienen ese equilibrio.
De manera progresiva, inevitable, alucinada y de puesta en escena vertiginosa y sorprendente, la clase social más baja se rebela contra el orden establecido y la propia película pone también en crisis el sistema a través de sus imágenes.
En su tramo final reverbera el agitado eco del primer Lanthimos, pero la personalidad de la pareja cineasta es demasiado arrolladora, ingobernable, apasionada y apasionante. Quizás sus incendiarias decisiones formales bien valgan por sí mismas para justificar acercarse a ella.
#12 – Rendir los machos (David Pantaleón)
Por primera vez desde que el dron irrumpiese en la vida cinematográfica, el recurso ha cobrado sentido narrativo: la muerte de un padre sirve como detonante para la historia de dos hermanos forzados a cumplir su última voluntad.
Pareciese que esa visión omnipresente del padre fuese también la de Pantaleón, que mira desde la distancia su generosa filmografía en el cortometraje y cuya experiencia ha desembocado en una opera prima de inusual madurez, de inexpugnable brío autoral y de refinado sentido del humor.
En Rendir los machos habita Gerry (Gus Van Sant, 2002) filtrado desde la mirada insular, esa que Pantaleón ha cultivado con los años y que cristaliza en una mirada del paisaje desde el afecto, de lo cotidiano desde el drama y del folklore desde el asombro.
Este año hay un cineasta que no se ha hecho mayor de repente: solo ha demostrado en qué se ha convertido con el paso del tiempo.
#11 – El poder del perro (Jane Campion)
Dos hermanos regentan juntos un rancho de ganado a pesar de tener personalidades completamente opuestas. Cuando uno de ellos se casa con una viuda del pueblo, la fisura que los separaba se resquebraja por completo.
Jane Campion ha convertido la novela de Thomas Savage en un profundo estudio de personajes a través de la puesta en escena cinematográfica: la elección del plano, el desarrollo de la música, la recreación de los intérpretes… Todo rema en la misma dirección bajo la sensación de lo inevitable, de la caída en espiral, con el espíritu de ese cine clásico que solo puede hacerse en la época contemporánea, ese que subvierte las formas para contar la misma historia de siempre.
Los tres elementos podrían utilizarse para dar clase en las escuelas: la estructura con la que se construye un guion musical ejemplar, la cuidada manera en la que se mueve la cámara para poder explicar todo aquello que los personajes callan, o la manera en que Kristen Dunst, Benedict Cumberbatch o Kodi Smit-McPhee construyen a sus personajes. Pero lo realmente valioso es la conjunción de todo ello al mismo tiempo, la forma en la que todas las disciplinas dialogan, el reconocimiento de que nada tendría verdadero valor sin lo otro. Es el gesto que vuelve a recordar que una película es mucho más que la suma de sus partes.
#10 – Nous (Alice Diop)
Para intentar hablar de París y de todas sus complejidades, la cineasta se propone transitar una línea de ferrocarril que atraviesa toda la ciudad y filmar a las personas que se encuentra a su paso. Quizás así se dibuje un mapa más certero, moldeado por ese azar, de una ciudad en movimiento perpetuo.
Surgen así las historias de una señora de la limpieza, un comerciante de chatarra, un escritor, una enfermera, un cazador y también la propia cineasta, que intenta ponerse en el meollo de ese calidoscopio para preguntarse qué pinta ella en medio de esa amalgama de culturas, formas de ser, de sentir y de vivir. Ponerse a sí misma es el gesto que define la honestidad con la que Alice Diop ha concebido el proyecto, lo que no ha impedido que la película, desde ese halo de simplicidad, termine por alcanzar una cierta trascendencia.
#09 – Aurora (Paz Fábrega)
Todo en esta película es mínimo, y sin embargo sus conquistas son gigantescas. Se mueve con una inusual ligereza entre dos personajes, una adulta que ha acogido en su propia casa a una joven embarazada que no sabe a dónde acudir.
Bajo esa premisa se cuela el misterio de lo cotidiano, filmado como en aquella luminosa película como era Still Walking (Hirokazu Koreeda, 2008). Y aquí todo es también luminoso, los gestos más pequeños, los silencios más intrascendentes, cobran un nuevo sentido que nace de una puesta en escena de lo esencial.
Y esa mirada esencial sobre el mundo, ese regreso bressoniano al origen del cinematógrafo que tanta falta hace en el cine del presente, conforma una película singular, otro pequeño milagro, una conmovedora forma de ver el mundo y de hacer cine dentro de él.
#08 – Paisajes de resistencia (Marta Popivoda)
El documental de la cineasta nace con el pretexto de entrevistar a Sofia Sonja Vujanovic, líder de la resistencia en Auschwitz, comunista que luchó contra los nazis. Pero poco a poco, sin aspavientos y sin ningún subrayado, se abre paso un sensible y reflexivo estudio de la puesta en escena a punto de dejar en un segundo plano el testimonio de su protagonista.
Las imágenes se abren paso, dialogando de manera sorprendente con aquello que describe la voz de Vujanovic en cada momento, como si testimonio e imagen azarosa estuviesen intricadas hasta el punto de lo inevitable. En ese sentido, existen muy pocos documentales con una construcción de una puesta en escena tan viva, tan meditada, tan comunicante. Asistir a Landscapes of Resistance es tanto una clase de humanidad como también de todo aquello que poder pedirle al cine.
#07 – Annette (Leos Carax)
Epopeya romántica, ópera bufa y tragedia griega todo en uno, Annette es el gesto desesperado de Leos Carax, su autor, por explicarse a sí mismo, quizás por la necesidad de entenderse y trazar su propia trayectoria vital más que por expresarlo para el público. Quizás desde ese lugar es de donde nazcan las experiencias cinematográficas realmente honestas.
Bajo la estructura de un musical contemporáneo, la película serpentea por los lugares oscuros del alma y no teme mirar al vacío durante buena parte del relato, lo que sume a la película en una espiral de inquietud. De ahí surge el gran tema de Annette: la culpabilidad, glorificada por un cuestionamiento continuo de las formas de representación, es decir, por un reconocimiento constante de no saber expresar correctamente todo con lo que uno carga dentro de sí. Desde esa honestidad, Leos Carax se atreve a mirar hacia donde pocos cineastas son capaces.
#06 – Petite Maman (Céline Sciamma)
Tal vez por la presencia de las dos niñas que protagonizan esta película envuelta en inocentes juegos infantiles haya sido categorizada como una película menor, ese lugar el común al que acude la crítica cuando no sabe explicar el motivo por el que no ha sabido desgranar un filme del todo.
El relato comienza con el fallecimiento de una abuela y, a partir de ahí, la madre vive los primeros días de luto. Pero es la hija de esta, la nieta de aquella, quien presta sus ojos a la película: todo lo que acontece va a estar filmado desde su perspectiva, desde los derroteros de su imaginación, desde sus experiencias primerizas.
En un gesto tan conmovedor como el de Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa, Hippolyte Girardot, 2009), la realidad se desdobla para que surja lo inesperado. Aquí sirve para que la pequeña se encuentre con una versión de su madre también como niña, transformando la relación entre ambas, que se jugará para siempre desde otro lugar.
Céline Sciamma representa toda esa pirueta pensando cada plano como la mejor forma posible de explicar un relato con no pocas dificultades narrativas. Ella lo convierte en un gesto fácil, de aparente intrascendencia, cuando lo que cuenta y (sobre todo) cómo lo hace es propio de una maestra.
Quizás por ese protagonismo de lo infantil la película parezca un paréntesis en la filmografía de su autora. Pero por el despliegue de sus portentosos recursos formales y por la sensibilidad con la que habla de la maternidad y de cómo relacionarnos con las personas que nos dieron a luz, puede que sea una obra incluso superior a Retrato de una mujer en llamas (2019), su anterior obra maestra.
#05 – La hija (Manuel Martín Cuenca)
Con sus últimos tres largometrajes, Martín Cuenca ha ido depurando su estilo con una curiosa mirada hacia el cine de Alfred Hitchcock como remota referencia. Si Caníbal (2013) era un trasunto de la inmortal Vértigo (1958) y El autor (2017) podía entenderse como una revisión a la española de La ventana indiscreta (1954), aquí nos encontramos frente a una pirueta narrativa que también podría tener su origen en los procesos narrativos de ese mismo referente: trazar un relato a partir de la mirada del villano, aún sin saber que este sea en realidad el antagonista del relato.
El realizador propone una historia de tono dramático y en espiral continua hacia la crueldad más descarnada a través de una puesta en escena que debería ser materia de estudio en las escuelas: cómo medir los tiempos, cómo acercarse a los personajes, cómo estructurar los diferentes bloques dramáticos, cómo dar entrada al (espectacular) tercer acto y, en fin, cómo hacer cine clásico desde el presente tratando de aportar una nueva mirada.
Por esta capacidad para dotar de una honda personalidad a esta historia, que de otro modo acabaría sumida en lo intrascendente, La hija merece algo más que un gesto reivindicativo, como reservarle un lugar en el panteón de ese cine que nos ayuda a aprender el arte de contar historias.
#04 – Dune (Denis Villeneuve)
Como también ocurría en Blade Runner 2049 (2017), Villeneuve construye el relato de Frank Herbert en torno a la necesidad de desconfiar de la imagen: Paul Atreides tiene visiones de lo que acontecerá en el futuro, pero no puede fiarse de ellas, sabe que no será así como ocurran las cosas en el mundo real. Solo tiene intuiciones que se presentan en un mundo sepultado por la niebla de la incertidumbre. Por eso el desenlace de esta primera parte, inesperado y anticlimático, es el mayor gesto heroico que el héroe podría haber hecho: dejar de confiar en la imagen y atreverse a abrazar su intuición.
Y es un joven que, además, vive un momento crucial de su existencia: elegido por su pueblo, listo para gobernar, aún demasiado joven para asumir esas responsabilidades… Todo lo magnifica, todo lo vive desde la más profunda de las intensidades, de ahí que apenas haya un respiro en la película, vivida desde los ojos de quien es aún un adolescente.
Villeneuve vuelve a cuidar los elementos de su cine de manera obsesiva y detallista, como en una dirección de fotografía que intenta sugerir la frialdad de un entorno en apariencia cálido y brillante como el desierto de Arrakis. El compositor Hans Zimmer se pliega a esa representación psicológica del personaje principal, convirtiendo el universo sonoro en un mundo hostil, en el que las referencias al folklore de la región y la creación de atmósferas turbadoras explican más de los sentimientos del protagonista que lo que pueda hacerlo el propio rostro de Timothée Chalamet.
No es la mejor adaptación posible de la saga de Frank Herbert (nunca podrá haberla), pero sí una película que, en pleno corazón de Hollywood, rescata el debate sobre las posibilidades comunicantes de un cine ya extinto, el de la edad de oro, que se aferra todavía al presente para recordarnos que todo sigue aún por hacer.
#03 – Jesús López (Maximiliano Schonfeld)
Cruda reflexión sobre la identidad propia y sobre cómo se forman la cultura y la identidad de un pueblo, Jesús López comienza con un entierro, el del joven que da nombre a la película. Un poco por necesidad de dar esperanza a los demás, un poco por escapar también de sí mismo, su primo Abel reemplaza progresivamente ese hueco que dejó Jesús en el corazón de muchos, entrando en terrenos peligrosos pero también de un poder reflexivo que puede alcanzar lo sobrecogedor.
La manera de poner todo eso en juego, a través del plano largo, a través del silencio, a través de una banda sonora de tintes electrónicos, de poderoso alcance como si se tratase del aliento vital del adolescente que lucha por huir de sus propios miedos, es lo realmente sobrecogedor, más allá de su argumento. Un ejercicio autoral llevado a sus últimas consecuencias. En su intento por encontrar la mejor forma posible de llevar a cabo el relato que tiene entre manos, Maximiliano Schonfeld entrega una película (irónicamente) con una identidad propia del cine de lo monumental.
#02 – Drive My Car (Ryûsuke Hamaguchi)
«Pese a no ser capaz de recuperarse de un drama personal, un actor y director de teatro acepta montar la obra Tío Vania de Antón Chéjov en un festival de Hiroshima.»
Llamada a ser eso que nos empeñamos en llamar clásico moderno, Drive My Car está basada en un relato de Haruki Murakami pero tamizado por un autor que se ha vuelto imprescindible, al menos en esos terrenos del universo cine en los que el guion sigue siendo la gran herramienta desde la que surge la película, como si se tratase de una hoja de ruta inmutable.
Hamaguchi compensa su pasión por la literalidad con un trazo muy pulido de las formas, un uso maestro de las elipsis y una dirección de actores ejemplar. Casi se diría que la película no podría existir si no fueran estas las decisiones que la conforman en lugar de otras distintas.
Así el autor sortea los lugares comunes, la lágrima fácil, la pornografía emocional o los terrenos del cliché, para tratar de alcanzar una honda emoción a través de un inusual equilibrio entre sencillez y eficacia.
Quizá el tiempo sea quien tenga la última palabra, pero todo apunta a que habrá que volver a menudo a esta obra para, tanto en lo formal como en lo humano, volver a encontrar el camino.
#01 – La ruleta de la fortuna y la fantasía (Ryûsuke Hamaguchi)
¿Qué puede ser superior acaso que un supuesto clásico contemporáneo? Quizás lo sea la otra cara del mismo autor, el esbozo poético, abierto, inacabado, la única película capaz de resistir en un ecosistema cinematográfico en el que las historias cruzadas dejaron de tener sentido hace ya tiempo.
La ruleta de la fortuna y la fantasía podría malentenderse como otra película de Hong Sang-soo por las conversaciones sentimentales que maneja, o por ciertos recursos como el zoom en una escena concreta, pero nada más lejos de la realidad: si bien las tres historias que conforman esta película irrepetible tienen un cierto poso emocional, es el desafío de cómo ponerlas en escena lo que convierte a las tres piezas en un conjunto emocionante. Como en las grandes sinfonías, ninguna de sus partes es tan brillante por separado como el efecto que generan cuando se tocan en orden, cuando cada historia parece arrastrar el eco de la anterior, como si de algún modo estuvieran conectadas por un hilo invisible.
Y es sorprendente que Hamaguchi, un director cuyos guiones suponen el gran pilar de sus trabajos, haya entregado un ejercicio de puesta en escena tan reflexivo y sugerente como lo era Viola (Matías Piñeiro, 2012), en donde el autor se planteaba cómo recibíamos el mismo texto con una emoción diferente según la posición en la que se encontrase la cámara. Aquí Hamaguchi se interroga, se permite vacilar, deja que el relato fluya y puedan notarse las costuras si eso permite también que la vida irrumpa en el plano con toda su energía silenciosa.
El dolor punzante de la primera de las historias, el implacable sabor amargo de la venganza en la segunda, o el descubrimiento de que el pasado se refleja en las personas que conocemos en la tercera. Ninguna de las tres tendría el mismo efecto como pieza por separado. Por eso, por desvelar la belleza del dolor punzante del azar, es un filme en el que quedarse a vivir. Por su capacidad para unir todos los universos posibles, todas las historias, todos los caminos, y aún con todo permitir el espacio suficiente para que estos respiren.