Beckett (Ferdinando Cito Filomarino, 2021)

Beckett empieza abrazado a su pareja y termina saltando al vacío, arriesgando su vida para detener un coche. ¿Qué ocurrió entre medias? ¿Por qué una persona acomodada en una vida de cuento termina arriesgando su vida en esa última escena? La decisión de ese salto final es tan suicida como absurda. Lo que cambió entre medias, lo que posibilita ese salto al vacío, es la pérdida del ser amado. Tras la muerte accidental de April, la chica con quien estaba comprometido, Beckett ya no tiene ningún propósito vital, ha pasado de la felicidad absoluta al vacío existencial. “Debería estar muerto”, dice en esa escena final tras sobrevivir al salto. Born to be Murdered era el título original del proyecto, transformado en el nombre del protagonista quizá porque aquí no hay idea del destino sino ausencia de él, y también porque Samuel Beckett, ese dramaturgo que comparte apellido con el protagonista del filme, mostraba siempre al hombre en un mundo sin Dios, sin ley y sin sentido.

Pero no siempre ocurrió así: al principio del relato, Beckett es una persona feliz, una persona completa. Está de vacaciones en el extranjero y se muestra despreocupado. Bromea con su novia frente a unas ruinas históricas, juegan a inventar personajes, fingen que el mundo es un decorado construido para ellos.

Comen juntos en un pequeño restaurante, se acarician y se besan. De repente la cámara se sitúa bajo la mesa en un plazo en apariencia azaroso. Sus piernas se buscan, se entrecruzan.

Puede que parezca una imagen caprichosa, pero es un plano crucial para entender esta lectura de la película: April hace que Beckett se sienta profundamente anclado en el mundo, juntos construyen raíces representadas en esas piernas que se abrazan. El personaje se siente en la cima, en la cúspide de la felicidad, contempla el mundo con condescendencia. Mira las ruinas del mundo antiguo desde arriba, desde una posición superior, como si el mundo estuviese a sus pies. Bromea sobre el pasado, inventa historias para las personas que se mueven bajo sus pies. También mira hacia abajo cuando habla con April: deja de mirarla a los ojos y busca sus labios, quiere encontrarse con ella y el encuentro de sus piernas ya no son suficientes. Beckett siempre observa desde un estrato superior, tiene que bajar la vista para poder relacionarse con el mundo.

Pero en algún punto del camino, la actitud de quien mira por encima le permite confiarse, cerrar los ojos, pensar que el mundo es inmóvil, que siempre va a permanecer de la misma manera, que las cosas son eternas. En el filme ocurre literalmente, Beckett conduce de noche mientras April duerme, la música suena, la carretera parece eterna y el personaje se queda dormido al volante. En un segundo, todo ha cambiado. Beckett abre al fin los ojos, pero ella ya no existe.

Y desde entonces, el mundo será demasiado grande para el personaje. El acto de cerrar los ojos lo ha llevado a un nuevo comienzo, uno en el que se siente diminuto y ya nunca dejará de mirar hacia arriba. Grecia se convierte entonces en un gigante impasible.

Beckett llega a la capital. Atenas se presenta como un mausoleo infranqueable, su entrada es filmada en contrapicado. Todo es extraño y ajeno a partir de entonces, ya no hay oportunidad de bromear ni de inventar historias para nadie porque él mismo ha dejado de ser quien era. Su propia historia le ha sido negada y a partir de ahí la película retratará el vacío del personaje, la ausencia de Dios, de ley y de sentido.

Beckett es uno de esos thrillers en los que su argumento parece solo una excusa para poder filmar el paisaje, una razón ingenua para poder mirar el mundo desde una posición política. La trama detectivesca del filme, ese McGuffin que hace pensar constantemente en el sufrido Roger de Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959), utiliza como telón de fondo la crisis política de la Unión Europea para asemejarla al espíritu resquebrajado de su personaje.

Pero intenta ir más allá a través de sus símbolos y quizá ahí es donde la película ponga en juego una cuestión fascinante: ¿por qué este personaje, un americano en territorio ajeno que solo quiere sentirse a salvo en su embajada y poder volver a casa, de repente siente el deseo de cambiar el mundo? ¿Por qué proponer ese salto final, que puede resultar incluso inverosímil, en una película tan preocupada por el realismo? El filme muestra a los trabajadores griegos, a los jóvenes y a los pobres sumidos en una permanente protesta en las calles de Atenas clamando por un cambio social, político y económico. Ellos no pueden echar raíces, como lo hacían las piernas de los amantes. Lo han perdido todo y por eso no temen salir a la calle, enfrentarse al mundo. Los que lo tienen todo como Tynan, ese embajador americano esbozado torpemente, no desean que nada cambie. Miran hacia otro lado, cierran los ojos, conspiran en la sombra, intentan mantener el estado de las cosas cuando sienten que algo amenaza ese equilibrio incierto. El fin justifica los medios con tal de mantener todo como estaba.

La comparación es evidente: al sentir que lo ha perdido todo, Beckett ya no teme enfrentarse al mundo para cambiarlo. Cuando sentía que lo tenía todo deseaba que nada cambiase, cerraba los ojos para tratar de ignorar que la vida es cambio. Cuando su posición privilegiada en el mundo queda destruida, entonces es capaz de lanzarse al vacío para que las cosas cambien. Así la película parece mostrar su descontento, el caos irreconciliable de ambas posturas: los ricos no generan riqueza sino que se la quedan, y los pobres solo son valientes porque no tienen nada que perder. La posesión nos convierte en cobardes. Por eso Beckett no celebra ninguna de las dos ideologías. Filomarino las mira desde el desencanto, clama por encontrar una nueva visión que no desemboque en defender unos colores como si se tratase de un deporte. De ahí que la película termine con un niño, simple y efectivo símbolo de la inocencia secuestrada, escapando del maletero de un coche como la mariposa que sale al fin de su crisálida.

No es Beckett quien libera al niño, él se ha limitado a lanzarse al vacío. La película cortocircuita su visión de lo ideológico cuando el protagonista mira hacia abajo desde el tercer piso, antes de convertirse en un héroe nacional. De nuevo, mirar hacia abajo: es el privilegiado el que tiene que saltar, es el cobarde quien está en posición de atreverse al acto heroico. No es Beckett quien libera al niño. Lo hacen personas anónimas inspiradas por el salto, por el acto absurdo. El dramaturgo que le presta su nombre estaría sorprendido: Beckett ha hecho presente a Dios con sus propios actos, se ha lanzado al vacío para intentar buscar juntos una nueva ley y se recuerda a sí mismo que debería estar muerto para poder continuar con la infinita búsqueda de un sentido.