El cine es capaz de convertir en algo hermoso los sentimientos más terribles. Allí donde Miguel -el joven que vuelve a su tierra natal durante la búsqueda de unas localizaciones- siente un profundo tormento interior, el cine muestra su cara más luminosa y contemplativa: el paisaje que se traga toda esa ira en la intimidad, las sonrisas que flotan alrededor de Miguel y que no consiguen contagiarle, las horas que pasan en silencio mientras el chico explora esos lugares…
En cierta manera, la película de Ángel Santos pone en escena un estado de ánimo, un momento de incertidumbre en la vida del personaje protagonista, a través del paisaje y de las personas que lo habitan. A través de los lugares de Pontevedra que recorre Miguel, y también a través de las gentes que también lo atraviesan. De ahí surge una comunión íntima y delicada entre la narración y la disposición del plano. La cámara muestra los acontecimientos, pero también parece buscar algo más allá que permanece en el ambiente como si lo intangible, de repente, pudiera atraparse en la imagen.
Las altas presiones gira en torno a un relato en el que el protagonista no deja de mirar hacia dos polos opuestos, que le atraen con la misma fuerza e intensidad y que le dejan paralizado por completo. El reencuentro con un antiguo amor platónico de la infancia frente a la centelleante mirada de la chica desconocida con la que acaba de encontrarse por vez primera, el retorno al lugar de origen frente al deseo de regresar a la nueva tierra donde se ha convertido en un adulto o, en fin, la constante tensión entre pasado y futuro que arrastran a Miguel hacia un presente lleno de dudas.
Los propios movimientos de cámara parecen insistir en la idea de una vida que da vueltas sobre sí misma, interrogándose sobre cuál es el lugar hacia el que avanzar. Existen dos planos circulares de larga duración -uno durante un concierto, otro en el interior de la casa de unos amigos, quizá el momento más libre y hermoso del filme- que resumen en términos visuales la experiencia vital que atraviesa el protagonista. Miguel ahoga sus frustraciones, de las que apenas conocemos nada, lanzando objetos contra la pared cuando nadie le observa o rebelándose contra sus propios sentimientos y afectos en una constante huida de sí mismo.
El éxito de Las altas presiones es el de conjugar la sencillez de sus planteamientos con una belleza narrativa que, en ocasiones, trata de dar saltos imposibles al vacío para explicarse a sí misma: un pequeño teatrillo en el que danzan pequeñas figuras de papel trata de explicarnos todo aquello que no hemos podido conocer a través de las desventuras de los cuerpos de los personajes principales; las historias que sucedieron tiempo atrás vistas a través de otros formatos, otras hermosas formas de evocación.
Y el mayor tesoro de la película puede que sea la materia prima con la que trabaja y que moldea en cada secuencia: un trío de actores que ponen frente a la cámara su juventud, desgarrada por las sombras de lo incierto. La mirada fascinante y perturbadora de Itsaso Arana, que atrae la vista en el plano cada vez que aparece, la serena dulzura de Diana Gómez, que inunda de calidez el relato, o la presencia de Andrés Gertrúdix, un actor que, desde el silencio y la sutileza de los gestos, ha sabido construir un personaje complejo, uno que sabe esconder sus emociones cuando se encuentra junto a sus amigos y que explota cuando se siente solo. El cuerpo de Gertrúdix ha transitado algunas de las últimas grandes ficciones de ese cine español en apariencia invisible, pero poderosamente evocador (El idioma imposible, Rodrigo Rodero, 2010) y su presencia, también en Las altas presiones, ayuda a recordar que el cine más interesante que puede filmarse sobre el presente de España es a partir de fantasmas, de recuerdos deslavazados, de hermosos paisajes, de pequeños gestos y de lúcidos silencios.