En el delicado mundo de los biopics, ese género en sí mismo que cada vez tiene menos de cine y más de atracción de feria, aquella película cuyo personaje sufra mayores limitaciones físicas parece destinada a emborracharse de éxito. Amparada por su carácter pedagógico, se ha convertido en práctica común pasar por alto cualquier defecto en favor de esa capacidad para proclamar las bondades de una celebridad histórica, y La teoría del todo ofrece además un enorme despliegue técnico con el que embellecer las formas (una música que, además de embellecer, sugiere una voluntad de espíritu que a la película le cuesta transmitir por otros canales) e impregnar las imágenes de una cierta voluntad creativa.
Para hablar del film dirigido por James Marsh, que aborda varios años en la vida de Stephen Hawking, es una cuestión capital analizar en profundidad las dos grandes interpretaciones principales que sustentan la película, las de Felicity Jones en el papel de Jane, la esposa del célebre astrofísico y de Eddie Redmayne en el papel del propio Hawking. El actor protagonista se ve obligado, inevitablemente, a consagrar su interpretación a una exhibición externa basada en la imitación de lo real, en la transformación física y en el puro espectáculo de la reencarnación. Felicity Jones no tiene la necesidad de dirigirse hacia la recreación del personaje célebre y convierte su interpretación en un ejercicio actoral proyectado hacia el interior, allí donde sus tímidos gestos y profundas miradas hablan del sacrificio y el sentimiento de entrega de su personaje.
De ese modo, mientras el trabajo de la actriz está al servicio de la fluidez del relato, esa fluidez narrativa de la película está al servicio de su compañero de reparto y del milagro del parecido. Mientras la actuación de la joven conduce la película, la otra es el gran centro de atención y ha sido diseñada para generar peligrosas reacciones como celebrar “lo bien que lo hace” o “cuánto se parece”, sacrificando cualquier otra consideración artística. Se trata así de una película en la que la caracterización del personaje ha dejado de ser un vehículo narrativo para convertirse en el único reclamo.
Porque, ¿de qué podría hablar, si no, una película basada en la vida de Stephen Hawking? ¿De la amistad y el valor del sacrificio? Felicity Jones se dedica a ello, pero la película parece sortearlo de puntillas. ¿De la física cuántica versus la teoría de la relatividad? Otro tema que se sortea bajo el temor a convertir la película en un torrente de explicaciones crípticas (de hecho, el ejercicio de simplificación que se lleva a cabo para entrar en tan pantanoso terreno, no sin cierta candidez, puede invitar al desconcierto). ¿De qué está obligada a hablar una película sobre este personaje? Inevitablemente, del deterioro físico de un hombre. La lucha contra la degeneración del cuerpo y la dignidad del pensamiento.
Consciente de ello, La teoría del todo termina rindiéndose a rematar la función con hermosas frases de superación, autoayuda e inspiradora lucha personal. Que lo que no han podido lograr las imágenes lo consiga una frase final alentadora, digna de postal. Hermosos mensajes por sí mismos, pero, ¿en qué convierten a la película? Un material lleno de sinceridad contado a partir de la impostura: cuando la coda final repasa las grandes escenas que ha ofrecido la película no solo está representando el proceso de un agujero negro con la propia vida de Hawking hasta volver a su inicio, sino que se está sirviendo de él para poder recordarnos lo mágica, lo maravillosa que ha sido.