Filmar a la altura de los ojos de un niño es un gesto que puede contar mucho sobre la persona que filma. El gesto de un cineasta sensible a las cosas que cuenta. No significa únicamente que el autor sepa ponerse en la piel del personaje que ha construido, sino que habla también de su capacidad para filmar como un niño, de saber contemplar el mundo con nuevos ojos y, por supuesto, la capacidad de compartir esa mirada.
En este relato tiene mucho sentido filmar a un niño, en pleno corazón de la historia, que posee un don para la poesía tan cautivador como enigmático. Su profesora querrá adentrarse en el misterio, entenderlo y protegerlo, pero el misterio se revela inaccesible y las circunstancias familiares del pequeño invitan a pensar que sus facultades caerán en el olvido.
Y también tiene mucho sentido filmar como un niño: para narrar una historia tan atípica, a caballo entre la introspección personal de la profesora y su deseo de encontrar un camino adecuado para el chico exige reinventar la puesta en escena: son los ojos de la profesora los que miran, pero es el mundo del niño el que intenta descubrir. Por eso la cámara tiene que hacer un continuo movimiento de ida y vuelta para confrontar el cuerpo con la mirada, para unir lo físico al mundo del pensamiento, y para evitar que la belleza de las palabras que protagonizan el relato se apoderen de la película hasta convertirla en un soliloquio poético.
La estilizada operación visual de Nadav Lapid obedece al deseo de poner en imágenes, de la forma más contundente posible, la fascinación de la profesora por haber encontrado a un auténtico niño prodigio de las letras confrontada a la imposibilidad de poner todo ese talento a salvo. Se trata de un cineasta de insólita valentía, capaz de planificar su película a través de planos largos y complejos si con eso consigue que el sentimiento de fascinación por lo contemplado, y el propio aliento de la vida, penetren en el plano y se adueñen de la historia.
Su ejercicio de puesta en escena, complejo pero también hermoso hasta el delirio, no es gratuito en absoluto. La búsqueda de complejas y poderosas decisiones visuales, en el fondo, no tienen tanto que ver con el deseo de acercarse a unos personajes concretos sino de poner en juego las bases de la cultura israelí y cómo estas pueden construir a una inevitable violencia del pensamiento. ¡Qué difícil poner todo eso en escena sin caer en dogmatismos, planteando preguntas sin imponer las respuestas! La profesora de parvulario es todo eso, se deja seducir por preguntas que apelan a los orígenes de una cultura con la poesía como excusa, para terminar hablando de las relaciones humanas y del deseo de salvar al otro como única forma de salvarse a uno mismo.
Es por ello que Lapid, que se consagra como un cineasta imprescindible en este su segundo filme, no teme empujar a su relato hacia nuevas fronteras en su tramo final, allí donde ya empiezan a aparecer otras cuestiones igual de complejas. Los tempos que maneja el autor le permiten controlar ese sorprendente salto al vacío. Ya no importa que el relato se transforme bruscamente, porque sabemos que los personajes se buscan a sí mismos continuamente, sea cual sea el escenario de fondo. Es la libertad que respira esta película tan férreamente controlada. Es su hermosa contradicción. Nada de eso hubiera sido posible si su forma y su fondo no estuvieran tan hermanadas, si la historia que se cuenta no estuviese tan íntimamente entrelazada con el precioso modo de ponerla en imágenes. Algo así sólo es posible cuando quien está tras la cámara sabe filmar como un adulto y sabe mirar el mundo de la misma manera que lo hace un niño.