Casi al comienzo de Pozos de ambición, en esa pequeña y aparentemente inofensiva escena en la que se presenta al personaje de Eli, ese joven que precipitará los acontecimientos del relato, puede adivinarse la lucidez de Anderson como narrador mejor que en ningún otro plano de la película.
En una planificación absolutamente única, la cámara se acerca a Eli cuando aparece, pivota sobre Daniel Plainview, y vuelve a detenerse sobre Eli cuando se sienta, completando un trayecto del todo simétrico.
Pero esa primera confrontación entre Daniel y Eli, esas primeras miradas, ese primer momento, está tomado a enorme distancia, como si los hechos se contemplasen desde el pasado, como si ya hubiesen ocurrido, o como si no tuviesen importancia. Se trata también de un lúcido descenso a los infiernos, con un simple movimiento de cámara.
La planificación asombrosa de Anderson se extiende desde esta escena al resto de la película, consagrando al film como un sendero de constantes descubrimientos, con el espíritu formal de Orson Welles, pero también con la mirada épica de David Lean.
Por eso Pozos de ambición es Ciudadano Kane, pero también es Lawrence de Arabia, porque es la construcción de la historia de un solo hombre, pero también es la historia de su travesía épica. Porque es la historia de descubrir al hombre, pero también la de descubrirse a sí mismo a través de esa misma historia, de descubrir quién eres a partir de lo que has vivido, de lo que has sido.
Por eso Pozos de ambición es tan importante. Porque supone la comunión con el pasado, la culminación del cine presente y una promesa de futuro: la de convertirse en una película inmortal como ya lo fueron sus predecesoras.