El trabajo de Alberto Iglesias siempre termina por hablar de la necesidad de una reinvención constante. Si la búsqueda de la sonoridad perfecta implica el sacrificio del lucimiento propio o de la personalidad discursiva, Iglesias dinamita todo concepto sonoro para hacerlo partir desde cero. Las reglas nacen al mismo tiempo que nace la nueva música.
Y la música para La piel que habito resulta tan imposible como llena de valor. Al igual que en lo cinematográfico, la pasión por el riesgo absoluto en tanto que es capaz de desvelar lo verdadero en el arte se cuela por las múltiples rendijas de una partitura compleja, de tensa construcción, de equilibrio único y repleta de hallazgos.
Iglesias se siente en deuda con buena parte de sus primeros trabajos y comienza a reutilizarlos, a reciclarlos, como ocurre aquí con el tema principal de la banda sonora, que nace de la composición realizada para el ballet Cautiva (1992). Un nuevo lugar y un nuevo tratamiento para este tema, o si se quiere, una segunda piel para esta antigua música. No se trata de un perezoso trabajo de rescate de lo antiguo por no encontrar nuevos materiales, sino una compleja nueva etapa en la carrera del músico basada en una fragmentación de lo aprendido y un ejercicio de retorcimiento de los procedimientos tradicionales para conseguir encontrar del todo su propia voz.
El tema del ballet Cautiva acaba convertido en el arrollador, ingobernable, nervioso tema central que vertebra todo el discurso sonoro y que puede encontrarse en su esplendor en los cortes Los vestidos desgarrados o Una patada en los huevos. Un milagro de tensa construcción y de apabullante sencillez: un Do Menor fragmentado en las notas que lo componen y que arpegiados crean, por sí mismas, un tema absolutamente memorable. La capacidad expresiva de la música con tan pocos recursos resulta abrumadora. Una limitada orquesta de cuerdas que evoque, en sonidos, la textura punzante de un cuchillo afilado. Unas cuerdas que sugieran también la tensión de lo narrado, las aristas de lo apasionado, de lo obsesivo y de lo imposible.
El Cigarral es otro tema que lleva la torrencial impronta de la creatividad insobornable del maestro Iglesias a través, de nuevo, de la orquesta de cuerdas entendida como importante motor narrativo del relato, y cuyo desarrollo se convierte también en la música para los créditos finales. El compositor sitúa en la partitura a un violín solista como la voz doliente y arrebatada que protagoniza la voz principal de lo narrado, y adquiere en no pocos pasajes la condición de trabajo para un virtuoso, como en el Tributo a Cormack Mc Carthy. No dejan de estar presentes los saxofones en ciertos momentos de la partitura, la auténtica voz tímbrica del compositor, recurso favorito este al que suele acudir con entrañable frecuencia y cuyo protagonismo le delata.
El músico se atreve aquí a la experimentación con ciertos pasajes de música electrónica, una nueva faceta, de nuevo el discurso fragmentado que de rompe continuamente con su orquestación establecida (las omnipresentes cuerdas) y toma puntos de fuga hacia lo opuesto, pero el experimento es tímido y se encuentra muy alejado de los mejores momentos de la partitura. El asalto del hombre tigre es un buen ejemplo de ello. El personaje conflictivo que irrumpe en la película y la destruye, el elemento externo que asalta la narración y la fragmenta, tiene también su equivalente musical.
El tema de Vera merece un comentario aparte. Para ella se introduce un nuevo instrumento, el piano como extensión tímbrica de la orquestación principal, es decir, una segunda piel para la orquesta de cuerdas. Piano entendido como un instrumento de cuerda más, en tanto que se pliega a la textura de la orquesta con exquisito dinamismo. El diálogo entre piano y cuerdas es otro de los momentos exquisitos del score, el mismo diálogo que mantienen desde hace años, en una tensión infinita y dueños de una creatividad ingobernable, el artista y su música.