El terror fue, junto con el western, el género que nació casi al mismo tiempo que lo hacía el propio cine, y el que ayudó a definir la impronta visual de los primeros años. El cine aprendió a conjugar su lenguaje al conocer el terror. Es, pues, un género tan antiguo como lo es el propio arte.
La Hammer recupera aquí el texto de Susan Hill alejándose de aquellas películas de culto que definieron el estilo de la productora y que protagonizaban siempre uno de los monstruos convertidos ya en mitos de la pantalla. Pero no lo hace bajo el modelo de aquellas, deudor de la impronta visual del cine de los años setenta y más centrado en dar relieve a las criaturas que en generar el miedo en el espectador. La mujer de negro se pliega a los cánones de su tiempo, unas discutibles normas que poco tienen que ver con aquel terror de décadas pasadas.
Así, la película sintetiza el argumento del abogado que se encuentra con la mansión encantada y reduce sus premisas a una trama propia de un filme de sobremesa. Apenas importan los personajes ni sus trasfondos, todo está encaminado a convertir la casa en una auténtica mansión de los horrores y a transformar la película, de esta manera, en una atracción de circo que provoca el susto en el espectador como vulgar manera de penetrar en el género.
El golpe sonoro repentino que provoca el conocido efecto convulso, el primer plano que se gira por un momento para dar cabida a un rostro fantasmal cuando vuelve al encuadre original, las sombras que se mueven acompañadas de un efecto sonoro exagerado, el personaje secundario que supone una falsa alarma antes del consabido y esperado susto… En definitiva, no hay uno solo de los recursos más perezosos de lo que algunos entienden por terror contemporáneo. Los hallazgos de James Watkins a la hora de construir otro tipo de clima y generar un miedo que vaya más allá de esos trucos impertinentes quedan apagados por la insistencia y el protagonismo de aquellos.
La trama que implica a los niños del pueblo, cuya apariencia fantasmal les impulsa al suicidio, queda pronto revelada como una fortuita excusa para conducir al protagonista a la localización principal: el interior de la mansión. Se trata de las únicas secuencias que no están rodadas con desidia, y sí con sumo interés, pero el error entonces es la falta absoluta de ritmo, sólo evitada por la textura sonora de un Marco Beltrami que ofrece aquí una partitura llena de pasajes sombríos y de sonidos tenebrosos sin caer nunca en los tópicos del género, al contrario que el propio filme.
La fotografía de Tim Maurice-Jones es otro acierto, si bien la película fracasa en otros aspectos artísticos y el operador no puede evitar recoger esa irregularidad de lo representado cuando algunos pasajes de la trama interesan más a la producción que muchos otros. Daniel Radcliffe no sale demasiado airoso de su personaje en tanto que, además de enfrentarse a un guión que le niega un trasfondo enriquecedor, absolutamente plano, el actor evidencia ciertas limitaciones gestuales precisamente en una película que se apoya sobremanera en sus reacciones ante los hechos sobrenaturales que acontecen. Cada primer plano que se sostiene sobre el rostro del joven actor se convierte en una batalla perdida.
Los logros de Watkins que se adscriben al género pero que tratan de huir de las convenciones del mismo permiten intuir la gran película de terror que podría haber sido La mujer de negro si tal vez el director hubiera contado con una mayor libertad creativa, o tal vez una corrección mayor, si el guión hubiese sido bien diferente. Sus aciertos aislados no pueden ocultar las aristas y las lagunas de una película irregular, imperfecta, poco arriesgada. Ella misma se da cuenta de su destino funesto, olvida la sutileza de sus primeros momentos y se abandona a lo grotesco y al susto fácil, tratando de abrazarse al espectador amante de los recursos más primarios. Para ese entonces, ya es el único que le queda.