¿Hay algo más valiente en el cine que atreverse a filmarse a uno mismo? Quizá sí lo haya, y tenga que ver con poner en pantalla los miedos que más nos aterran, aquella materia esquiva y misteriosa que nos llena de incertidumbre y a la que no sabemos enfrentarnos. Al hacerlo ocurre algo de una extraordinaria belleza cinematográfica: allí donde en la realidad habita el miedo y la oscuridad, la cámara arroja luz, un destello que deja entrever la fragilidad del presente conjugado con esa, también frágil, fugacidad con la que el hombre cruza la Tierra y sus misterios.
Para poner en juego todo ese dispositivo, Juan Barrero, en una decisión menos accidental de lo que pudiera parecer, utiliza la cámara como una extensión (o una sustituta) de sus propios ojos. La cámara, el cine, como mirada definitivamente personal, inequívocamente unida al individuo que trenza el relato. De este modo, el autor encara su vivencia afectiva a partir de modelos que le atraen y que le obsesionan, desde la extraña orquídea que permite que un (también extraño) mosquito esparza el polen sobre ella, hasta la historia de amor frustrada de su anciana tía con su pareja de la juventud. Tras rodear continuamente el tema sin atreverse a colocarse a sí mismo en el epicentro de la cuestión, Barrero termina filmando a su propia pareja, primero discutiendo sobre la posibilidad de tener un niño, y luego capturando ese cuerpo que se transforma para la llegada del bebé.
Cuerpos que se transforman, cuerpos conocidos que de repente transmutan sin control y que nos enfrentan, de manera directa y cruel, con esa materia desconocida que tanto nos asusta porque no podemos controlarla, ni siquiera descifrarla del todo. De ese modo, Gala se duele de su estado y se disgusta con su propio aspecto, asustada también por la incapacidad de reconocerse en él. Ella es la película: la potencia desbocada de sus miradas, fiel reflejo de ese abismo de incertidumbres que la cámara intenta captar de frente, su cuerpo fŕagil y desnudo o la pulsión romántica con la que arranca de sí todos sus temores escupiendo notas a través de su violín de manera desaforada.
En la música escogida, en la que quizá juegue un papel tan importante como accidental el propio repertorio de Gala, también podrían encontrarse bonitos discursos. Desde las preguntas sin respuesta de la música de Arvo Pärt, con las que se inician las primeras escenas, hasta la música de Marjan Mozetich que acompaña el trayecto final del film, a modo de línea recta ascendente, una música aún sin respuestas pero profundamente enamorada del camino que recorre. Quizá en esa banda sonora se encuentren, pues, muchas de las expresiones a las que aspira la película en sus propias formas.
Y en esa utilización de la música clásica como instrumento narrativo quizás se cuelen las principales grietas de una película que, por otra parte, continúa siendo a todas luces apasionante. La evidencia de las formas quizás sea el gran obstáculo que no puede vencer la ensimismada mirada de Barrero ante las cosas. La música de Pärt, la textura documental con la que el filme comienza acercándose a la peregrina leyenda de la orquídea, el excesivo recalcado de las figuras con las que se buscan paralelismos con la pintura de Gustave Courbet… Las formas artísticas con las que dialoga La jungla interior a veces se superponen sobre ésta y, en lugar del diálogo, en lugar de complementar el discurso, lo fagocitan, como si la película fuera capaz de hablar gracias a esos elementos y no a través de ellos.
Lo interesante del film, en definitiva, no son tanto los materiales sobre los que está construido sino la sinceridad que destila todo su dispositivo, el profundo amor con el que se enfrenta a su naturaleza cambiante, y por supuesto el reconocerse cegado ante un futuro sin certezas, ante una vida que se va desplegando ante nuestros ojos gracias a esa incesante obsesión por filmar lo que ocurre. El tiempo de la realidad es también aquí el tiempo filmado, un tiempo que a veces transcurre en un sentido figurado, imaginado, a través de orquídeas y leyendas inconclusas, otras veces en los ecos de un tiempo pasado, ya borroso y distante, a través de la familia en su ocaso, y otras veces es el aliento de la propia vida el que ilumina la naturaleza de unas imágenes que no dejan de desconcertarse ante el misterio de lo real. Nunca una mirada asustada fue tan valiente.