Dice Alberto Rodríguez que, antes de concebir La isla mínima, ya sabía que quería rodar en las marismas del Guadalquivir, filmar aquel paisaje desértico próximo al western crepuscular. El lugar, para él, hablaba de finales y de misterios, de ensoñaciones y de pensamientos perdidos. No es de extrañar, pues, que el film esté impregnado de esa desazón provocada por la soledad del paisaje y por esa turbadora sensación de misterio. No es de extrañar tampoco que La isla mínima se sostenga sobre el retrato psicológico de dos personajes perdidos, inmersos en el caos al que les empuja el lugar, algo así como un viaje de pesadilla del que ya no pueden escapar.
Lo sorprendente (y también lo peligroso) es que la película no ha sido construida sobre esos elementos, tal vez pertenecientes al terreno de lo abstracto y lo atrevido, sino sobre un caso policial al uso, en el que dos agentes investigan las muertes de dos jóvenes de un pueblo que parece esconder muchos secretos. Las marismas y su aura de misterio son acompañantes, escenario de fondo, una decoración, nunca protagonistas. De modo que conviene separar ambos elementos, pilares sobre los que se edifica La isla mínima, para conocer, de manera auténtica y bajo la ausencia de impulsos entusiastas, la naturaleza real de esta película.
Para entendernos, la estructura del film gira en torno a un argumento policial de manual, allí donde las pistas se suceden sin solución de continuidad, construidas bajo la simplicidad matemática de un crucigrama. Pero, al mismo tiempo, apuesta por utilizar como telón de fondo una atmósfera desasosegante que bebe de las grandes últimas películas del género (Memories of Murder, Bong Joon Ho, y Zodiac, David Fincher). Lo que consigue, en realidad, es la sensación de querer emularlas, como ya sucedía con otra película que intentaba discurrir por los mismos senderos: El secreto de sus ojos (Juan José Campanella), título con el que realmente guarda similitudes. En otras palabras, tanto La isla mínima como aquel film de Campanella se servían del espíritu de lo indescifrable, lo irresoluble, columna vertebral de los trabajos de Joon Ho y Fincher, simplemente como telón de fondo pero no como discurso. Sobre todo porque, para aquellas, resolver o no el caso era sólo una excusa para poder hablar de otros temas, y en estas es siempre la premisa principal.
De modo que tenemos una película que trata de resolver un crimen pero que luego intenta ir más allá, como anuncia su epílogo final, allí donde pretende poner sobre la mesa la cuestión del bien y del mal revelando que los auténticos culpables siempre resultan indemnes y que los héroes no son en realidad tan santos como pudiera parecer. Esa confrontación genera dudas: si ese es el discurso real que perseguía el film, ¿por qué consagrar el metraje a una colección de pistas propia de una película menor y permitir que el tema central se cuele solamente por las rendijas que permite el entramado detectivesco? Porque tal vez allí sí que se encuentra otra película mucho más interesante, en ese espacio donde la investigación fuese capaz de pasar a un segundo plano y hablar en profundidad de los conflictos internos de los protagonistas, que aquí sólo se exploran en su superficie. El resultado no puede ir más allá del entretenimiento ligero, en tanto que usa como disfraz, como manto con el que cubrirse, una atmósfera mucho más densa de lo que pudiera anunciar su trama. Atreverse a hablar de un thriller con la capacidad de entretener y de hablar, a la vez, de conflictos profundos es sólo una justificación comercial.
La prueba de que es el puzzle criminal el único protagonista es la labor de montaje de la cinta, que encuentra una molesta urgencia en abandonar cada escena cuando ha encontrado por fin una pista que pueda conducir a otro lugar, a otro capítulo. Las señales y los rastros no dejan de presentarse frente a los personajes como si pertenecieran a un sencillo cuento de detectives. “El señor quiere verle”, apuntan en varias ocasiones los que regentan el hotel en el que se hospedan los agentes: la trama acude siempre a los protagonistas, no al revés, como si de una inofensiva gincana se tratase.
Y es curioso que una película como esta consagre su montaje a terrenos tan elementales, tan poco sugerentes, precisamente cuando el mayor reclamo del film es su apartado técnico, su cuidada fotografía en interiores, sus espectaculares imágenes aéreas, su acertada banda sonora o su detallista diseño de producción. Allí donde los prodigios técnicos son el gran punto a favor, un montaje apresurado puede estropear los triunfos obtenidos. Y en ese virtuosismo con que se filman las secuencias más trepidantes cabría también cuestionarse por las decisiones de puesta en escena que se han tomado. Mientras en la primera de las persecuciones que vertebran el argumento un portentoso travelling termina en un primer plano de uno de los agentes, las secuencias finales de la historia están resueltas mediante planos lejanos, en una aparente huida de toda espectacularidad. Esto no sería tan cuestionable si, en efecto, la primera persecución lleva a una pista en falso mientras que en las secuencias finales todo pende de un hilo. Decisiones visuales de lo más curioso: si la película camina progresivamente hacia una cierta abstracción, hacia un cierto desvanecimiento de la acción y hacer protagonista al paisaje, a la atmósfera, al plano lejano, ¿por qué continuar apostando por la resolución concreta e inequívoca de la trama como protagonista? ¿No será que los sofisticados planteamientos visuales escogidos tienen poco que ver con la simpleza de la trama que intentan ilustrar? La isla mínima deja algunos cabos sin resolver para que la maldad continúe, invisible, extendiéndose por el mundo. Aquel final invita a pensar en ella como una obra rotunda, ausente de incertidumbres… Algo infinitamente alejado de lo que pretendieron alguna vez Bong Joon Ho o David Fincher.