La gran estafa americana (David O. Russell, 2013)

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Es curioso que la cinta de David O. Russell coincida en el tiempo y en las salas con una película de Martin Scorsese, referencia evidente y poderosa sobre la que se construye todo el lenguaje visual de American Hustle. O, más bien, referencia que David O. Rusell pretende imitar aproximándose a ella como si se tratase de un juguete, haciendo uso de movimientos de cámara y de un aparente virtuosismo formal con absoluta gratuidad, como si el realizador no hubiese entendido, realmente, qué significados se ocultan tras cada uno de los recursos sobre los que edifica su puesta en escena.

La actitud ensimismada e imperturbable de O. Russell, tan consciente de su poder de influencia como de las carencias insalvables que arrastra y de la necesidad de ocultarlas mediante la opulencia, tiene mucho que ver con la temática de su propia película, preocupada por el peligro de los excesos. Un agente del FBI utiliza a dos estafadores con los que destapar un importante caso de corrupción en plena década de los setenta, donde la mentira y el engaño juegan un papel fundamental y las ambiciones se transforman en espadas de doble filo.

De modo que tiene cierto sentido aproximarse a la representación de la época y al tema que aborda a partir del cine de Martin Scorsese como ejemplo referencial, en tanto que la personal estética de aquel autor ha cimentado la manera de representar cierto tipo de relatos, tan inmorales como poseídos por un carácter vertiginoso e inevitable. Pero si allí incluso las más imposibles piruetas visuales tenían un poderoso sentido narrativo, construidas bajo el deseo de encontrar soluciones muy personales a ficciones complejas, aquí la apropiación del estilo ajeno parece hallarse bajo el criterio del puro capricho, pues la película no hace más que girar en torno a elaboradas planificaciones de secuencias que parecen no aportar sentido dramático a lo que ya se verbaliza continuamente.  

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Ese peligro de los excesos que proclama el argumento podría extenderse también a la dirección de actores, que empuja al cuarteto protagonista al histrionismo continuo. Parece no importar que Jennifer Lawrence repita el papel de su película anterior. Lo que en The Fighter (2010) podía interpretarse como una decisión hasta cierto punto acertada, con la que poder representar un entorno familiar desquiciado, ha terminado revelándose como un gesto recurrente cada vez más difícil de justificar. Cuanto más escandalosa, afectada y nerviosa sea la interpretación de los actores, más se viste la película de una pasión impostada que no conduce en ningún momento a engrandecer las conquistas del drama, sino a llamar la atención, de manera consciente, sobre lo intenso que es todo cuanto ocurre. O. Russell parece trabajar sobre la exageración gratuita y la ausencia de todo contrapunto como marca de la casa y como principal defecto reconvertido, para la comunidad cinéfila, en discutible símbolo de excelencia.

Convendría hablar del uso que se hace en el filme de la banda sonora para representar tanto una época como ciertos estados de ánimo. La música que aparecía en el cine convocado alegremente en American Hustle lo hacía con la intención de encontrar un espectro sonoro que respondiese a la cualidad de sus imágenes. Aquí se hace uso de una exquisita colección de archivo con el deseo de apropiarse de sus bondades estéticas, sin preocupación aparente por sus implicaciones narrativas. La revelación definitiva de su actitud. Mientras Martin Scorsese intenta alejarse progresivamente de sus victorias del pasado en busca de nuevos territorios, David O. Russell mira atrás, hacia un cine de los años noventa firmado por el maestro que aún no ha sabido digerir. Sería interesante reflexionar, como uno de los grandes males del cine presente que prohíbe toda posibilidad de diálogo, sobre la manera en que los cineastas del momento se atreven a emular un cine que aún no han terminado de entender.  

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