La trascendencia del mito de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) asentó las bases y las convenciones de un cine de terror, suspense y ciencia-ficción de la que muchas películas contemporáneas aún son deudoras.
Desde el encuentro con un no-lugar, ya sea un planeta por descubrir o la Antártida, como ocurre aquí, la nave espacial abandonada de la que emanan todos los misterios o la propia criatura, que encierra tantos misterios en su funcionamiento como a la hora de revelarla en la pantalla.
Todo remite a lo que el primer Alien contó por primera vez, recuperando la más antigua tradición que jamás tuvo el cine: lo que ocurre fuera de plano, en nuestra imaginación, siempre será mucho más terrorífico que cualquier cosa que se nos muestre.
Es por ello por lo que la referencia absoluta sea esa, Alien, una de las pocas películas realmente importantes del sobrevalorado Ridley Scott, y no la famosa obra homónima de John Carpenter a la que esta nueva entrega quisiera parecerse anunciándose incluso como precuela.
Si la obra está confeccionada a partir de un material cinematográfico tan poderoso, ¿de dónde viene entonces su incontestable fracaso como película de terror? Nada de lo que ocurre se sostiene, ningún momento de su desarrollo importa demasiado. Todo transcurre de manera previsible y plegándose con molesta apatía a los moldes de las películas de su género.
La criatura que los científicos descubren perdida en la Antártida miles de años atrás tiene la capacidad de copiar las células de aquellos seres a los que se acerca. De repente, cualquiera de los personajes puede ser en realidad el alienígena camuflado, dispuesto a asesinar al resto. ¿Cómo es posible estropear un punto de partida tan sugerente?
Lo que ocurre en The thing es que todo su material está apoyado en otras referencias cinéfilas, de una manera literal, pero que no se sirven de ellas para contar algo nuevo, sino para proponer un camino transitado con demasiada frecuencia. El esqueleto de su trama es tan visible, tan evidente, tan poco apasionado, que el transcurrir de la película es del mismo modo muy poco interesante.
Y es una lástima, porque todo parece a punto para relatar una apasionante historia de terror, cuando precisamente de lo que más carece es de pasión. Mary Elizabeth Winstead, la nueva Ripley, encuentra al fin un papel a su medida, uno en el que poder mostrar al menos de sus habilidades como intérprete y lo difícil que resulta para cualquier otro actor competir en pantalla con el rostro de la joven actriz. Su fotografía, sus efectos especiales, su plantel de secundarios, todo es impecable, sin nada que lamentar.
El error radica en que tampoco puede decirse nada bueno de ninguno de sus elementos. La película resulta vacua desde el primer fotograma, insulsa, incapaz de comunicarse con el espectador, con una dirección plana y ensimismada que destroza el ritmo trepidante que sí parece proponer su guión.
La criatura, cuando por fin aparece, resulta del todo grotesca, digna de la peor pesadilla, un monstruo a la altura de un relato de terror como este. La sensación que queda, sin embargo, es la de que todo ocurre sin motivo alguno, simplemente porque tiene que ocurrir, porque debe existir un argumento. El no-lugar termina por absorberlo todo. Finalmente asoma una única verdad que traducen las pobremente filmadas imágenes de la pantalla. El cine se revela como un enemigo cruel cuando uno no se deja la piel para contar su historia, cuando no nos dejamos el corazón en ellas.