Tenía que llegar un director como Lauren Cantet, apasionado de las injusticias laborales, la burocracia institucional y el amor por los casos particulares y su individualidad, para dar al traste con el pastiche trágico de Hoy empieza todo, o la esquizofrenia científica de Ser y Tener y poner finalmente sobre la mesa un relato capaz de contar y describir el mundo de las aulas con tanta precisión y brillantez.
El primer factor que la obra tiene a su favor para haberlo conseguido es su sencillez, la falta de pretensión de su propuesta. Cantet rueda como es habitual en él, con pocos medios que traten de realzar el realismo de la filmación: una cámara apuntando al alumno que habla, otra enfocando al profesor, y otra que intenta recoger detalles y gestos de otros niños que enriquezcan lo que se cuenta con la mayor ternura, la mayor concepción de realidad global posible.
El segundo factor es la veracidad. Cómo la experiencia de Begaudeau, autor del libro en que se basa el filme, profesor en la vida real y en la ficción, ayuda a conformar una verdadera película y no una colección de tópicos sobre la escuela y los avatares de instituto. Cada niño está perfectamente perfilado, con sus contradicciones, sus intereses, sus miedos, sus aficiones, maravillosamente dibujados uno tras otro. Su papel como profesor es también claro, valiente y bien trazado, pues huye de la representación teatral, como el resto de la película.
El tercer factor tal vez sea la propia manera de rodar de Cantet. Ningún otro cineasta era más adecuado para rodar una historia como ésta. Se trata pues de uno de los pocos milagros del cine en los que una gran historia cae justo en las manos de quien mejor sabe contarla. Cantet firma por fin eso que muchos autores y trabajadores del medio han intentado conseguir durante años y apenas se han acercado: el documental de ficción, la realidad ficcionada.
No se trata de una película rodada en calidad de documental. No se trata tampoco de un documental convertido en película gracias a su formato. Se trata más bien de la realidad del mundo a través de los ojos sinceros de una cámara, de una visión conjunta de un grupo humano que cree en su historia a ciegas y lo realiza de la mejor manera posible. Realidad y ficción, documental y cine se confunden, dando lugar a una maravillosa fusión que, esta vez, sí funciona.
Desde luego es cuestionable el método de enseñanza que propone el maestro a sus alumnos. El personaje del profesor plantea una dinámica en la que los niños pueden cuestionar y pensar por sí mismos todo cuanto se trata de enseñarles, y la historia plantea cómo se le va de las manos y vuelve a reconducirlo, en esa lucha cotidiana por hacer de ellos mejores personas, por formarlas como tales, y por tratar de dar el programa que se le ha impuesto.
Los alumnos, en palabras de Cantet, construyen su propio pensamiento, a medida que avanza la cinta. Detrás de su rebeldía superficial pueden encontrarse atisbos de sus inquietudes, puede verse a las personas que serán y las que están siendo, y a través de ahí el director construye también su propio relato.
No es interesante el planteamiento que propone Begaudeau como educador, sino más bien cómo los niños reaccionan a éste y hacen aflorar sus personalidades haciendo que éstas choquen con las palabras de su profesor. Se trata de un verdadero taller humano del que nos sentimos testigos privilegiados, como si fuese en realidad de una recreación auténtica de la vida y no una representación. En ese logro milagroso subyace el verdadero valor de esta obra cinematográfica.
No hay música, no hace falta. La concepción de la película tal como está planteada impide que haya otra música que no sea diegética y pocas veces el filme necesita una que provenga del exterior de la escena.
Lo que sí se le va de las manos a Cantet es en el momento en que su amor por los casos concretos lleva a reducir la trama a un solo personaje, a focalizarse en un solo niño y en el caso particular de alguien, que no puede ser integrado como el resto y ante el cual el sistema no tiene herramientas para solucionar su situación. Entonces todo pierde fuerza, como esas escenas en que la cámara se marcha del aula y muestra la sala de profesores y sus diálogos. Nuevamente, como en toda la filmografía de su director, la capacidad de denuncia y alerta es superior al amor por contar historias redondas y perfectas.
Finalmente la película queda reducida en su última media hora a una de las mil tramas que ha dibujado con agilidad y que de repente confluyen en dos únicas ramas: la del chico problemático ante el cual la dirección del centro no encuentra solución, y el choque entre el profesor y cierto grupo de alumnos que malinterpretan sus palabras y acaban formando una bola de nieve de la que el propio educador es incapaz de salir.
Esa resolución cuestionable pero siempre estimulante no es razón suficiente para desdibujar todos los logros que atesora el filme, y que supone una de las mayores (y de las pocas!) razones de los últimos años para poder disfrutar del mejor cine contemporáneo.