La ciudad oculta (Víctor Moreno, 2018)

Como si se tratase de la nave Nostromo, o como si HAL 9000 no hubiese sido
desactivado y ahora, en el lejano futuro, viviésemos en un mundo regido por sus normas,
La ciudad oculta es un film que se sumerge en un mundo bajo tierra para poder revelar, a
través del paisaje inédito de las profundidades, las dimensiones futuristas de aquello que
llamamos presente. Lo que antes era parte del imaginario colectivo, ensoñación disparatada y abstracta, metáfora visual de todo lo que era necesario cuestionar en tiempos pasados, ahora forma
parte de lo cotidiano.

A modo de espacio mental en el que viajaban los recuerdos, Wong Kar-Wai incluyó un
travelling sobre los raíles de un tren del futuro a partir de un efecto especial en 2046
(2004) y aquel plano encuentra su eco aquí, catorce años más tarde, solo que ahora esos
raíles forman parte del presente y no de la construcción digital de un relato ficticio.

La sombra de un mundo tecnificado por completo es hoy auténtica, y el realizador se
atreve a mirar en el interior de sus entrañas a través de una sensibilidad arrolladora. Si
antes lo hizo con las columnas desnudas del Edificio España (2012), aquí observa
también el origen subterráneo de Madrid como si se tratase de los mimbres del mundo.
¿Qué sentido tienen ahora aquellos relatos de ciencia-ficción de finales del pasado siglo,
si la película de Víctor Moreno desvela que ya vivimos en ese futuro distópico que
imaginaron tantos escritores, pintores y cineastas antes de que él pudiese filmarlo?

Del mismo modo que ocurría con Dead Slow Ahead (Mauro Herce, 2015), la audacia de la
fotografía y la profundidad ensordecedora del sonido del mundo son las grandes armas
con las que establecer una gramática visual definitivamente virtuosa, y con las que
aprender también a mirarlo todo con otros ojos. Pero si bien aquel filme se planteaba qué
pasaría si nos acercásemos a las cosas desde el imaginario propio de la ciencia-ficción, la
búsqueda de La ciudad oculta se sitúa en lo que ocurre al desvelar lo que de futuro hay
en las cosas, dejando a un lado la inevitable anestesia que produce la costumbre de
verlas todos los días.

El cineasta abraza la belleza de las formas arquitectónicas y se preocupa por mostrar la
intermitente relación de la luz con los que habitan esos mundos subterráneos. Se diría
que son maneras de sublimar sus planteamientos visuales, pero tampoco teme acercarse
a las inquietantes formas de Philippe Grandrieux y que la oscuridad deforme los objetos
hasta revelarlos abstractos, o recordarnos lo cerca que estaban las ensoñaciones de
Hans Ruedi Giger del mundo que habitamos ahora. Pero Víctor Moreno sigue siendo un
cineasta de lo humano, de ahí ese último tramo en el metro donde el gigante tecnológico
parece aplastar el reflejo de los rostros de los transeúntes, en un espacio donde lo
humano ya casi no tiene cabida.

Cineasta de lo humano y cineasta valiente: no hay otro modo de explicar que una de las
películas más oscuras, más subterráneas de la historia del cine se atreva a terminar
encontrándose con la luz. Una forma de proponer la esperanza como final.

 

*Publicado originalmente en Caimán. Cuadernos de Cine, Número 83 (134) junio 2019