Cuando Julieta recibe unas noticias terribles por teléfono en un momento crucial de la película, la música de Alberto Iglesias entona, por primera vez, un acorde de proporciones trágicas. El mismo sonido reaparece una sola vez más en todo el filme, intentando expresar el modo en que unas simples palabras suponen, para el personaje, la misma punzada en el corazón que sintiera tiempo atrás.
Y si uno se detiene a pensarlo, no es la única rima que sucede en la pantalla: a cada aparición del color rojo le acompaña también la presencia del color azul del mismo modo que a la joven Julieta le acompaña siempre el contraplano de su ser amado; a la desaparición de un personaje desconocido le sucede la desaparición de un protagonista y, en fin, incluso la propia Julieta tiene su reflejo en dos actrices diferentes que la interpretan. Al descubrir que toda la película está construida a base de rimas puede hallarse la auténtica naturaleza del filme: Julieta es un poema, poema del amor y del olvido.
Pedro Almodóvar puede acercarse así, desde la poesía, a una versión de sí mismo que ya no existe y que ya sólo puede convocar desde lo poético, que es también abstracción absoluta. Julieta es la desembocadura, en muchos sentidos, de un proceso que el cineasta comenzara con aquel hermoso epitafio artístico que era Los abrazos rotos (2009) y que venía a expresar el deseo de dejar de ser Almodóvar, huir de su marca de estilo para buscar nuevos caminos con la intención de volver a encontrarse. Tres han sido, hasta ahora, las soluciones que ha encontrado el cineasta durante ese proceso de alejamiento: el primero (La piel que habito, 2011) venía a ser la película que siempre hubiese querido rodar de haber transitado una carrera diferente y el segundo (Los amantes pasajeros, 2013) venía a sobrevolar su cine de antaño para demostrar que era imposible regresar a él.
En su tercera incursión en este enfrentamiento consigo mismo, Almodóvar realiza un valiente ejercicio de deconstrucción: Julieta es, ante todo, una película que dinamita desde dentro a sus grandes obras del pasado, las abre a todas en canal para poder extraer el elixir que las hacía únicas con el objeto de tratar de entenderse o, al menos, bajo el deseo de desintegrar y sintetizar toda su filmografía al mismo tiempo, acabar con ella y recoger los pedazos. De modo que esta película, construida a base de reflejos de sí misma, es también reflejo de todo su cine anterior, un lugar en el que mirarse y desde el que hacer las paces para, como en su plano final, mirar hacia el horizonte del mismo modo que lo hace la cámara suspendida frente a las montañas.
En un hermoso hallazgo visual, que resuena en los ecos del cine clásico sobre el que Almodóvar siempre ha construido su puesta en escena (otro de los reflejos de la película), Julieta descubre su rostro y el plano desvela que ahora el personaje lo encarna una actriz de mayor edad, como si el tiempo hubiera pasado sin darse cuenta. Se trata de la rima definitiva, la que nos enfrenta a lo que fuimos con lo que somos, la que pone en una sola secuencia pasado y presente en un mismo instante de tiempo para señalar que siempre es “ahora”. Es como si, de algún modo, el propio cineasta se hubiese mirado al espejo y se sintiera extraño. Y de repente en el mundo deliberadamente irreal de Almodóvar ya no importan los ciervos que cabalgan al son de los trenes, ni las tempestades imposibles que aparecen de la nada en Galicia: la ensoñación se condensa en un simple cambio de plano, en el paso de una actriz a otra para encarnar el mismo rostro. Ya nunca seremos los mismos, ni cineasta complacido ni espectadores inocentes. La ficción se desmorona para que el realizador pueda compartir, finalmente, la única certeza que le queda: un poético “sigo buscando”.