Es esta una película en la que habitan muchas otras, a la manera de una muñeca rusa. La primera nos lleva a la Patagonia, a finales del siglo XIX, junto al ejército argentino y junto a un padre y una hija. Cuando el capitán Dinesen advierte que su hija se ha escapado, que se ha marchado con otro soldado, cierra los ojos apesadumbrado, sabiendo que debe emprender un viaje de búsqueda que quizá no termine nunca. Y en ese viaje se inicia otro film, otra película distinta, un sobrecogedor punto de fuga. A la manera de los cuerpos errantes de Gerry (Gus Van Sant, 2002) o de los personajes en tránsito permanente de Tsai Ming-liang, el capitán Dinesen recorre el desierto como si el lugar hablase de su estado emocional, del vacío que ha dejado en él la marcha de la niña. La película se desdobla entonces, una vez más, cuando el hombre termina por encontrarse con su hija ya anciana, en el fondo de una gruta. ¿Se trata del padre soñando con un futuro ilusorio? ¿O es la anciana la que sueña con su padre? ¿O se trata simplemente de relatos que se sueñan los unos a los otros?
Tal vez el epílogo pueda servir como pista, cuando la chica despierta en el presente, en una vida nueva, y todo lo visto hasta entonces parezca por completo irreal. Quizás Lisandro Alonso, aún sin pretenderlo, haya concebido un relato sobre el abismo entre generaciones a la manera desolada y conmovida con la que Ozu exploraba aquel tema en sus más importantes películas, solo que aquí partiendo de una abstracción casi absoluta. Basta con contemplar el plano que abre el film, con padre e hija juntos mirando en direcciones opuestas, para entender que Jauja habla en cierta manera de ese momento de ruptura, del salto a la madurez de los hijos y, con ello, de todo lo que se extravía en el desencuentro. Dinesen intenta buscar el camino de vuelta, recuperar el estado anterior de las cosas, pero se pierde intentándolo. La chica despierta recordando su infancia como si fuera un sueño lejano, como un lugar en el que lo onírico y lo real se han mezclado definitivamente. Quizás Jauja sea, para Lisandro Alonso y para el guionista y poeta Fabián Casas, ese limbo que producen los recuerdos y al que solo se puede regresar mediante melancólicos ejercicios de nostalgia, esos refugios de la memoria en los que a veces nos gusta perdernos y que un día se convirtieron, sin darnos cuenta, en nuestra particular tierra mitológica.
Tal y como ocurría en Liverpool (2008), el anterior trabajo del cineasta, el relato concluye con una niña que sostiene un objeto en sus manos: es lo único que queda del recuerdo de sus respectivos padres. En Jauja ese objeto vuelve al mar para que la historia pueda comenzar de nuevo, dando vida a nuestros interrogantes una vez más. ¿Tiene sentido buscar significados en lugar de dejarse sobrecoger por las hermosas imágenes de este filme que nos interroga, que nos sacude, que nos llena de preguntas, que nos transforma, que nos vuelve del revés? ¿No deberían ser así las grandes películas?