Puede que parezca obvio, pero lo que pone en escena Jardín barroco no es intrascendente: al filmar al artista Roberto García de Mesa en una intervención que comprende numerosas disciplinas artísticas, la cámara del cineasta Jairo López se encuentra con maneras diferentes de filmar para aproximarse con exactitud a cada una de las artes. Y es posible que no sea algo buscado, aún cuando se trate de un autor que confiesa una especial preocupación por la puesta en escena. Pero lo cierto es que esas diferencias están ahí: el plano medio para encuadrar a Roberto a través de la habitación, un primer plano cuando escribe, un plano general cuando vuelve sobre sus pasos para juguetear con las teclas de un piano.
No se trata de un documental al uso, porque el cineasta no pretende hacer un retrato del personaje que tiene frente a él, sino el retrato de un instante de tiempo: el proceso de intervención artística en la Galería Conca, en Tenerife, un proceso en el que también se pondrá frente a la cámara el propio cineasta cuando colabora en las manualidades propuestas por Roberto García. Sería oportunista hablar del retrato que hace Jardín barroco de la crisis en España, más allá del puro testimonio de los ecos de una manifestación que se escucha fuera de campo, pero sí que personifica de forma inequívoca el testimonio de una sala de arte contemporáneo ahora cerrada.
De manera que la película termina siendo tanto homenaje al arte vivo como testigo de un espacio que, en cierto modo, ya no existe. Dicho de otro modo, Jardín barroco es la celebración de la vida en un espacio muerto, o al menos condenado a la desaparición. Quizás sea el mayor homenaje que puede brindarle Jairo López al sujeto que filma: el proceso creativo ha generado, finalmente, una vida en la que ya no hay nada.
La belleza de la película no termina en la mera representación de las disciplinas artísticas, sino que se atreve a finalizar con un epílogo que enfrenta a los visitantes con el propio espacio, a la manera de un final especular sobre el que se refleja todo lo anterior. Ahora son los visitantes los que se enfrentan al lugar, un espacio transformado por el artista. El poder del cine es el de unir esos dos momentos distantes en el tiempo: la intervención de Roberto García y, días después, el tránsito de unos visitantes dispuestos a sorprenderse. La cámara de Jairo López funciona como un espejo, reflejando un tiempo en el otro y viceversa. En ese proceso el cineasta también parece encontrarse a sí mismo. Hay dos decisiones que marcan su personalidad como cineasta, su intervención sobre la intervención: una panorámica que dibuja sobre el cuerpo en movimiento del artista al que filma, y el momento en el que decide ponerse también frente a la cámara. En la primera decisión revela el alcance de su mirada como autor; la segunda viene a revelar que, efectivamente, en todo lo que uno filma también está todo lo que uno es.