Segunda parte del nuevo Bond, encarnado en un Daniel Craig y de nuevo con la humanidad del personaje y la fuerza bruta como señas de identidad absolutas.
La saga, esta vez dirigida por el (en otro tiempo) prometedor Marc Forster, parece tomar los caminos del éxito comercial de la saga de Bourne y acerca al personaje del agente secreto a las mismas características que llevaba aquel producto: un mayor humanismo, mayor realismo, un trasfondo en el personaje que ayude a darle cierto relieve y a olvidar la acostumbrada pompa británica, acción desenfrenada e intrigas indelebles propia de cualquier serie de televisión de consumo masivo.
Las supuestas virtudes de este nuevo concepto de Bond son también sus mayores defectos: abandono casi total del aura de glamour y distinción que siempre estuvo ligado al personaje, abandono de la sofisticación en las herramientas y el armamento utilizado, reduccionismo de las historias de los personajes femeninos a los clichés más utilizados de la historia del cine, ausencia absoluta de carga emocional, práctico abandono del celebrado tema musical y disolución del argumento en pro de la acción desmedida y gratuita.
Marc Forster acepta conducir la película a celebrar las piruetas del más difícil todavía y a supeditar la estética de cada escena en función del escenario escogido. En el caso de la escena final en el desierto, saldado con gran éxito. En el resto de la película, estrepitoso fracaso que precipita la película a los lugares comunes del cine de acción y espionaje.
El frío y lineal argumento casa perfectamente con las actitudes del actor principal, al que le han sido potenciadas sus cualidades físicas en el desarrollo introspectivo de su propio personaje. Bond queda así relegado a convertirse de repente en otro personaje que nos resulta totalmente ajeno, y sus rasgos míticos quedan en entredicho al utilizarse como vestigios del pasado que casan bien en una fallida puesta en escena que celebra la muerte del arte pop y la llegada de los tiempos del mal gusto y una supuesta elegancia que resulta chirriante en todo momento.
La búsqueda de nuevos modelos para contar nuevas aventuras de un personaje que ha logrado sobrevivir casi cuarenta años al paso de todas las épocas del cine comercial desdibuja aquí las señas de identidad que le han acompañado desde siempre y que de repente parecen ya no ser válidas. En esa falta de apuesta por el referente inicial es donde reside el epicentro del error de toda esta pantomima detectivesca.