Algunos han querido ver en Clint Eastwood a la figura de un maestro indiscutible, uno de esos privilegiados que rueda una película por año. Cita anual infalible, sin posibilidad de debate o discusión alguna, y a la que parece que haya que encumbrar antes siquiera de haberla visto, por ser su autor el llamado adalid del último resquicio clásico que le queda al séptimo arte, cuando su cine ha dado ya evidentes signos de agotamiento.
El conocido autor traslada a la pantalla un delicado personaje como Edgar Hoover, cuya biografía es capaz de relatar dentro de sí tanto la historia de la América del siglo XX como una vida personal difícil y llena de momentos dolorosos. Eastwood revisita con ello sus temas, abarcando nuevos episodios sobre la historia de su país tanto como de sus obsesiones pasadas (aquí hay un rapto infantil como también lo había en las tramas de El intercambio o de Mystic River).
El formato panorámico y el plano largo no implican necesariamente la conservación de un cine clásico que tiene aquí más de puramente académico que de pertenencia a una cierta época de la historia. Eastwood nunca fue un virtuoso de la puesta en escena, pero lo cierto es que sus películas de los últimos años evidencian una falta de atención hacia un elemento visual tan importante. Los personajes aparecen encuadrados en planos vacíos, nunca bajo una decisión dramática o en absoluto estética. El plano siempre está vacío, desarticulado, inerte, y en él sólo hay un actor que se mueve con tanta rigidez con la que se desplaza la cámara.
Esto, que ya era una cualidad evidente en el metraje completo de Invictus, puede considerarse prácticamente la mayor característica del planteamiento visual de la película. Figuras rígidas y estáticas que recitan inspiradoras palabras. ¿Es eso acaso el cine clásico que tanto se proclama? Pobreza en lo visual, y pobreza de contenidos, pues el drama histórico que genera la trama policial de su protagonista se reduce a una mera sucesión de anécdotas que parecen surgir de la necesidad de hacerlas presentes, en lugar de hacer avanzar una trama que evoluciona con desidia y sin rumbo aparente.
En su otra vertiente argumental, la vida personal de Edgar Hoover, la película encuentra algunos de sus más hermosos momentos, en tanto que Eastwood ha sido siempre un soberbio narrador de los momentos íntimos de sus personajes tanto como de sus sentimientos. Las reacciones de los personajes de Sin perdón, o un verdadero testimonio de amor como Los puentes de Madison atestiguan el genio de un autor que se encuentra cómodo filmando el interior de sus personajes.
Las cantidades ingentes de maquillaje a la que están sujetos los actores cuando sus personajes alcanzan ya cierta edad se convierten en un escollo para que esos momentos de intimidad cobren verdadera fuerza a través de la presencia actoral y de las reacciones de los intérpretes. Una vez más, la necesidad de la representación veraz ahoga las verdaderas posibilidades expresivas de la cinta.
La fuerza del relato gira en torno a un inconmensurable Leonardo DiCaprio, sobre el que se sustenta todo el argumento. Apenas hay un solo plano en la película que no esté cimentado en la presencia del actor y en su labor interpretativa. Puede que sea de todas su actuación definitiva, y sin embargo su trabajo evidencia una inevitable verdad, que no es otra que la imposibilidad del actor de transformarse, de adaptarse, de convertirse realmente en el personaje.
A diferencia de otros grandes actores de Hollywood, cuando Leonardo DiCaprio interpreta seguimos viendo a Leonardo DiCaprio, como si sus limitados recursos le imposibilitaran la identificación total con aquello que pretende representar. El abundante maquillaje tampoco ayuda a mejorar la representación, en todo caso a entorpecerla. Quizás una narración más apasionada, una filmación nerviosa hubiese puesto en primer plano el trabajo de un estupendo DiCaprio, absolutamente entregado al personaje. En ese sentido es Scorsese, con su manera de filmar y de tratar los materiales que aborda, quien mejor partido ha sabido sacar siempre del actor.
Hermosa música (compuesta por el propio Clint) para una película que bien necesita de ese respiro cálido e intimista que le proporciona su emotiva banda sonora. La excesiva repetición de su tema central, sin embargo, hace que pierda paulatinamente el pulso de una intensidad que se acaba diluyendo en un ensimismamiento exacerbado en la manera de tratar los materiales de los que dispone.
Cuando han terminado las dos horas y quince minutos que componen J. Edgar, uno no puede evitar formularse algunas preguntas en torno a la duración del filme. La primera es, evidentemente, si es realmente necesaria esa duración desmedida para un repaso histórico que acaba convertido en un anecdotario policial. La segunda es si acaso hay que considerar una película superior a J. Edgar simplemente porque su duración es colosal, una regla en la que algunos espectadores creen a ciegas. La tercera es reflexionar sobre lo que ha pasado en esas dos horas largas. Qué ha pasado, qué ha sido contado, qué ha ocurrido, y qué poco de ello quedará en la memoria dentro de unas pocas semanas.