Cuando Marvel inició ese ambicioso proyecto en el que se dedicaban sagas independientes a cada uno de los miembros de Los Vengadores (Joss Whedon, 2012), uno de los mayores obstáculos que convertían a las primeras películas en objetos de alcance limitado era la necesidad de narrar el origen de cada superhéroe y su transformación en un defensor de la justicia.
Una vez superados esos orígenes, y obligados a la creación de nuevas entregas de aquellos personajes, las franquicias revelaban el porqué de esa discutible necesidad a través de unas secuelas con argumentos previsibles, conservadores y con dificultad para diferenciarse los unos de los otros. De modo que la narración del origen les permitía ofrecer un contexto sólido en el que desarrollar las peripecias de estos héroes sin evidenciar del todo la vacuidad de su fondo.
Lo cierto es que, en su búsqueda de la vocación popular, el cine comercial ha pasado de tratar simplemente de tonto al espectador a una preocupante y deliberada involución de lo narrativo, que pasa por la utilización de los esquemáticos elementos que le son propios a la serie televisiva. Todo vale con tal de no hacer pensar al espectador. Aquella obsesión ha ido desembocando en películas de duración desmesurada e incoherencias propias de un desarrollo argumental con escasa capacidad reflexiva.
De este modo, Tony Stark tiene un cerebro privilegiado y la capacidad de realizar varias tareas al mismo tiempo, pero a la hora de representar sus razonamientos y sus deducciones lo hace con una lentitud y una obviedad que invitan a pensar en lo poco que confía Iron Man 3 en las capacidades de su propio público.
Incluso de su propio producto, porque mientras los efectos especiales de última generación se adueñan del protagonismo de las grandes escenas, la explosión pirotécnica distrae lo suficiente como para no preocuparse por las simplezas de su relato ni de resoluciones que coquetean con lo absurdo. Pero cuando los efectos especiales desaparecen, la película ya no es la gran superproducción del verano, sino que se convierte en un telefilme de acción compuesto de planos cortos, de zombies llameantes con el diseño propio de una película de serie B, de extensas conversaciones en plano-contraplano que apenas hacen avanzar la trama y de un aspecto que confía más en los atajos de lo televisivo que en perseguir cualquier tipo de discurso cinematográfico.
Se trata, en definitiva, de una repetición de lo que ya funcionaba antes bajo la consiguiente y necesaria actualización de unos efectos especiales de última generación. Una nueva entrega de una franquicia taquillera con las dosis necesarias de humor y explosiones como para contentar al espectador medio. Pero la franquicia muestra al poco de su puesta en marcha claros signos de agotamiento. La puesta en crisis llega cuando ni siquiera la representación del héroe es ya un reclamo, hasta el punto de que los momentos más interesantes del relato sean los que invitan a protagonizar la acción heroica a las otras armaduras, controladas por control remoto, o a la propia Gwyneth Paltrow ataviada con los objetos que le son propios a su compañero masculino. Retorcer lo visual para buscar la sorpresa en vano, algo de lo que ya carecían las anteriores entregas.
¿Pero qué puede importar todo ello si la película la protagoniza Robert Downey Jr., ese actor que encandila a todo tipo de público, ya sea masculino o femenino? Quien disfrutó con las anteriores es posible que lo pase bien aquí, si ese agotamiento no le resulta molesto. Nada importa ya la rutinaria creación del personaje que interpreta la estrella principal o las moralinas fáciles que propone un guión endeble y aparatoso. El imán de esta interpretación ha sido siempre el mayor de los reclamos de la lectura del Tony Stark más gamberro, incluso cuando la única forma de dar profundidad a su personaje sean ya unos ridículos ataques de ansiedad que poco influyen en el desarrollo de lo que acontece durante las más de dos horas de metraje.
La relación que entablan un niño y el propio Stark, ayudado por el pequeño, bien podría equipararse a la relación entre la propia película y el espectador hacia el que se dirige. En un filme totalmente desprovisto de suspicacia, que intenta esconder su mediocridad detrás de artilugios imposibles y efectos visuales de impresión, se esconde un público que ha decidido negarse, de manera voluntaria, a la experiencia del aprendizaje. Se ha acostumbrado a querer ver más de lo mismo. Y es en esa lamentable dinámica donde ha olvidado que, tal vez, sea mucho más inteligente en realidad que esa película que intenta impedir que lo sea.