Sucedió veinte años atrás, cuando Luc Besson dio el pistoletazo de salida a un modelo de cine europeo basado en la cultura del entretenimiento, capaz de competir con las grandes producciones americanas. Jean-Pierre Jeunet asentó el modelo y generó algunos de sus mayores éxitos, y el modelo se transformó entonces en plaga. El cine italiano quiso adaptarlo para sí y reflotar con ello su industria, pero la idea se disolvió con los años, incapaces de acercarse a la madurez narrativa y la pericia literaria de lo propuesto por sus compañeros franceses.
Con semejantes padrinos, uno no podría esperar gran cosa de un movimiento que ha tenido mucho de estrategia comercial y poco de artístico. La evidente ausencia de calidad empujó pronto a la industria francesa a enfocar aquel modelo hacia lo emocional: poco importa la factura final de las películas si consiguen hablar de sentimientos afines al público. Y en este juego de imposturas, alejado a años luz del cine de verdad, aparecen las nuevas generaciones de cinéfilos que creen haber encontrado en este nuevo cine europeo la perfecta alternativa al cine comercial americano, del que ya poco esperan, sin darse cuenta de que sus nuevos ídolos trafican exactamente con los mismos zafios procedimientos y tramposos engaños con que lo hacen sus colegas yankees.
Es la gran incoherencia del cine de masas, que creen estar viendo la última obra maestra de nuestra época, en tanto que habla de sentimientos primarios de fácil acceso y se dirige sin piedad al espectador sin capacidad de juicio suficiente para advertir que, en el fondo, se está traficando con sus emociones como si de una marioneta se tratase. Incoherencias, como la del espectador medio que grita con la boca llena su único deseo de ver el mal llamado cine de entretenimiento, pero al que se le llena aún más la boca cuando antes de la proyección ve aparecer el sagrado rótulo que reza Basado en hechos reales. Incoherencias, como cuando nuestro protagonista pobre salido de un barrio marginal lleva unos auriculares beats studio de trescientos euros. Pero esa es una de las incoherencias de nuestra vida, no de la película.
Lo preocupante de que una película como Intocable triunfe no es que esté basada por entero en este tipo de estrategia detestable, ni su absoluta ausencia de aliento artístico en la que dos directores luchan por esculpir la misma escultura. Lo realmente peligroso es la perfección que ha alcanzado ya el modelo, en el que resulta casi imposible percibir sus grietas. Nos ata de pies y manos con una maestría apabullante, y elimina toda posibilidad de señalar con el dedo su infinita cantidad de imposturas. ¿Cómo detectar entonces este tipo de películas? Ya sólo nos queda la inefable señal de escuchar a nuestros amigos al salir de la sala. “Tienes que verla”, exclaman entonces.
El guión está perfectamente medido para pasar de un estadio emocional a otro, la montaña rusa perfecta para aquellos que entiendan el cine como la atracción que debe empujarles a sentir y aplaudir, y nunca a la aventura del pensamiento. François Cluzet se entrega con éxito a una conmovedora creación de personaje impedido. La sofisticada música de Ludovico Einaudi cumple su papel de banda sonora new age propia de un producto condescendiente y ayuda a tapar los tiempos muertos del filme. Y por último, la espléndida labor de fotografía de Mathieu Vadepied que consigue que la película respire belleza y naturalidad en cada uno de sus planos, convirtiendo la impronta visual en lo que aparenta ser una auténtica gran película. “La mejor película del año”, dicen muchos sin pudor alguno. Es la respuesta definitiva para reconocer que Olivier Nakache y Eric Toledano, los directores de la cinta, han hecho muy bien su trabajo.
No hay mejor ejemplo para este cine tramposo que una escena de la propia película, en la que el protagonista se adelanta en la cola de su entrevista de trabajo para que firmen su impreso lo más pronto posible. Puede que el filme se apoye en la idea del tiempo que ha pasado esperando, o que no le cedan su turno por el color de su piel (hubiera sido un milagro no tocar, aunque fuera de puntillas, el tema de la discriminación racial), pero lo cierto es que el mensaje que desprende es la recompensa que obtienen aquellos que toman atajos, los que creen ser más listos que el resto, los menos previsores o los menos respetuosos. Tal y como ocurría con The Artist (Michel Hazanavicius, 2011), el espectador premia al autor tramposo, al que no inventa nada nuevo pero sabe colocar las piezas perfectas para que nadie advierta el engaño que se esconde detrás.
Del mismo modo, quizás otra faceta en la que la película se congracia con la baja cultura disfrazándose además de producto sofisticado, es la forma que tiene de burlarse del arte elevado, algo con lo que sin duda aquellos que nunca se han parado a tratar de profundizar en él aplaudirán con absoluta entrega. La intención de la película es noble, tratando de aligerar el pedante peso de la solemnidad y las cantidades astronómicas de dinero que se mueven de manera irrisoria en torno al arte.
Nuestro protagonista, un superviviente de las calles, critica sin pudor cómo una pintura contemporánea puede costar miles de euros, se ríe ante el disfraz de árbol de un cantante de ópera, o comenta en voz alta sus pensamientos en torno a la música que se interpreta frente a él sin respetar el propio acto de su ejecución. Son muy de agradecer estos toques de atención hacia las frivolidad del mundo artístico, pero el problema es que la película está siempre reformulada en torno al chiste fácil, y lo que termina generando únicamente es el refuerzo de no respetar aquello que no comprendemos.
Porque todo está encaminado, muy descaradamente, a rubricar cada escena con un chiste, con una salida de tono, con una risa cómplice, nada de historias redondas. La cámara siempre busca y espera el chiste fácil y por ello mira siempre hacia el lado equivocado. Quizás había una película más interesante en la historia de la hija del inválido, o en la relación del protagonista con su familia. Pero no: lo que interesan aquí son las risas disfrazadas de conmovedor gesto humano, y cuando no hay risas la cámara escapa. Así, una ópera de cuatro horas de duración se salda con el chiste de rigor y corte a la siguiente escena. El ritmo se convierte en una ecuación perfecta, la distancia entre una carcajada y la anterior está perfectamente medida, lo demás no importa, ni siquiera cuando el gag es tan repetido y cansino como el enésimo afeitado al estilo de Hitler, o las clásicas bromas condescendientes en torno al universo del paralítico disfrazadas de gesto solidario, que pretenden anunciarse como actitud valiente ante la vida y a la película como una obra maestra.
El festival del vulgo encuentra el mayor motivo para su comodidad en la música popular que suena incesante durante todo el metraje. ¿Es mejor una película porque lo que ocurre lo va contando mientras suenan temas conocidos e indiscutiblemente fabulosos? Unas risas y acto seguido un gran tema popular: la fórmula infalible para congraciarse con un público indefenso ante tan sencillos y efectivos procedimientos. Suena Earth, Wind and Fire y acto seguido el Nocturno nº1 de Chopin, casi diríamos que el gran hit en nuestra época del compositor polaco. Si la película necesita rellenar su metraje con un paseo en parapente, qué mejor que aderezarlo con un temazo. Y aquí es donde entra la música de Ludovico Einaudi, música de piano construida en torno a un bucle infinito de discutible discurso. Tensión, acorde de paso, resolución. Siempre la misma fórmula disfrazando con una atmósfera sofisticada una dialéctica musical que en el fondo no cuenta absolutamente nada.
No podían faltar el innecesario flashback de rigor, con el que muchos directores creen convertir su trabajo en una gran obra instantáneamente, ni tampoco la consabida cámara lenta de los planos finales. Son los recursos que mejor definen aquellas películas diseñadas para alcanzar la trampa absoluta: que el espectador crea haber asistido a una película sublime. El tono gamberro, la ausencia de compasión, el humor continuo, todo está encaminado para hacer confundir la humanidad y el placer de lo banal con una película superior. El filme se anunciaba como “un cruce entre Paseando a Miss Daisy y El discurso del rey”, lo cual debería ser más una advertencia que un reclamo, en un mundo idílico donde el público supiera detectar las artimañas de aquel cine que sólo deseaba hacer taquilla a costa de manipular nuestros sentimientos. El año que viene el rótulo de alguna nueva película nos advertirá: “De los directores de Intocable”. Tenemos el cine que nos merecemos. Pero en esa ocasión ya será culpa nuestra.