Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (Steven Spielberg, 2008)

Indy

 

 

En estos tiempos cambiantes, donde todo parece ser relativo, donde nada es inmutable y mucho menos respetable, la mediocre falta de ideas originales que asola el cine del nuevo siglo quiere paliarse explotando al máximo las franquicias del pasado.

La nueva vilipendiada es la saga Indiana Jones, una trilogía con una fórmula muy concreta y que aquí se maneja desvirtuada, manipulada y con ciertos toques de modernización del héroe que no casan con su espíritu clásico.

Si algo caracteriza la realización de esta cuarta entrega, es la experiencia. Experiencia de un equipo técnico con veinticinco años más a sus espaldas, que acusan ese tiempo en su falta de riesgo, en la profusión de convencionalismos y tópicos desenfadados, y en la resolución de los retos que plantea una nueva película a través de la astucia más que de la brillantez.

Toda esta filosofía la encabeza David Koepp, que firma un guión muy lejos de la maestría de los que Lawrence Kasdan escribiera en los años ochenta. Prestigioso autor en la disciplina de la acción y el ingenio narrativos, se explaya aquí en toda su extensión y enlaza una aventura con otra, una escena intensa con otra, con un ritmo implacable y fácil de seguir. Los guiños a las características de los grandes y míticos personajes de la saga están presentes, pero su trasfondo psicológico, su esperado desarrollo nunca llega, queda engullido por la sobredosis de acción y la caída libre hacia la persecución de la mayor aventura posible.

El trasfondo histórico permanece a la altura, y es el único elemento que es capaz de sostener las escenas más pesadas de la película, que pertenecen a su parte inicial. Sin embargo a Koepp se le vuelve a atragantar un nuevo exceso: el llevar sus planteamientos al absurdo y rozar lo ridículo. Comienza con una elaborada construcción argumental para luego abandonarse al mayor de los surrealismos y las fantasías desbordantes, para que la película caiga sin remedio en lo inverosímil.

Pues inverosímil es la palabra que más abunda en la película, con ese guión rutinario, poco ilusionante, poco juvenil, como todas las aventuras de antaño. Es éste un Indiana Jones de espíritu joven dirigido por viejos, que no buscan manifestar un espíritu también joven a pesar de la edad, sino manufacturar un producto con una fórmula que ni siquiera es respetada.

Inverosímil resulta también el trabajo de fotografía, un Janusz Kaminski que se vuelve a perder en su ya rutinaria sobreexposición a las luces largas, olvidando que está filmando una película de época y que su sobrecarga de luz revela los defectos de todo el atrezzo.

Un John Williams más oscuro de lo habitual, más matizado en su desarrollo de los temas principales de la franquicia, y demasiado inclinado a los fuegos artificiales al verse esclavo de una película en la que abundan las secuencias de acción, sin oportunidad de desarrollos claros en la partitura.

Harrison Ford promete ofrecer una actuación sorprendente durante las primeras secuencias, pero se abandona una vez más a su pedantería acostumbrada y a su quehacer facial que resulta tan burlesco como patético. El resto del plantel actoral (gran labor de casting de la también grande Debra Zane) solventa sus secundarias papeletas con pocos esfuerzos. Lo ya apuntado: ningún momento para el lucimiento actoral, ningún diálogo brillante, tan sólo un amago de discusión (qué recuerdos de las tres primeras, posiblemente sea el peor efecto posible, echar de menos a sus antecesoras) en un camión que es cortado antes de la cuenta y que no encuentra nunca ni el humor ni el romanticismo adecuado.

Lo único que queda, pues, son las espectaculares escenas de acción, largas en duración pero asombrosamente intensas, fastuosas, que se retan continuamente a realizar la mayor de la piruetas (como ya hemos dicho, no siempre acertadamente). Y son éstas y los espectaculares efectos visuales, posiblemente los mejores que este espectador haya visto jamás, los que consiguen salvar la película y convertirla en un digno filme de aventuras, pero nunca una digna sucesora de una serie tan carismática, tan llena de hermosos logros, que aquí quedan diluidos por la falta del espíritu juvenil que siempre trajo consigo el personaje del sombrero y el látigo.