A día de hoy sigue sin haber justicia ante la figura de Tarsem Singh, uno de los pocos directores modernos que ha sabido combinar sus inquietudes artísticas con argumentos de espíritu comercial, ya sea constatando que en el cine de acción puede haber espacio para el arte (La Celda, 2000) o que la imaginación de una niña bien puede ser el argumento perfecto para desplegar todo el potencial visual que atesora (The Fall, 2006).
Lo que impacta de entrada en el cine propuesto por el director es su absoluta devoción por el arte conceptual. Lo que ocurre a nivel visual es lo único importante, la obra es sólo el soporte. Sus tres obras se mueven en torno a los límites de la dirección, en los que la película ya no importa.
Ese concepto de planificación absoluta termina a medio camino entre el hallazgo continuo y la exhibición visual en cada toma, no con el deseo de obtener reconocimiento, sino con una curiosidad insaciable por cómo convertir un plano anodino en una imagen sorprendente. ¿Cómo rodar una pelea en el cine? Aquí se ofrece todo un seminario, en una escena tan insustancial como la presentación de Teseo, el protagonista de la historia.
Se trata del definitivo gesto de amor al cine. Aquel que, sea cual sea el material que se tiene entre manos, busque la excelencia continuamente incluso cuando su contexto parezca impedírselo por completo. Avanzar junto al cine en un aprendizaje constante. El resultado siempre es un festín visual inagotable, pleno de ingenio y ocurrencia, obras de arte de la mano de un infravalorado creador de mundos imposibles y sugerentes.
Hay algo aquí, sin embargo, que no deja que la pasión del director traspase la pantalla. No es otra cosa que el argumento, el corazón del proyecto. Una película con el nefasto deseo de repetir la fórmula de la película 300, tanto en su estética como en su contenido, para despertar el interés de un público ávido de películas de acción con el peplum como escenario, tal vez movidos por la lamentable cátedra que pareció sentar Gladiator de Ridley Scott (¿cuántos sucedáneos de Gladiator han venido después, y cuántos de ellos ha sido al menos aceptable, si ya de por sí aquella era una película tramposa?)
De repente, el imaginario libre y canalizado a través de un torrente de originalidad de Tarsem Singh queda constreñido a tener que relatar una historia clásica y muy poco sugerente acerca del guerrero más estupendo de todos. El argumento es primitivo y tosco, como el resto de filmes que beben del género y del estilo, y choca de una manera definitiva con el concepto visual propuesto por el director.
¿Cómo tomar en serio el arte visual de una película en la que la vacuidad de sus diálogos es alarmante? Es imposible concentrarse en ella, sus diálogos son del todo ridículos, sus personajes son estereotipos insoportables y el desarrollo es tan previsible que todo en la película termina resultado agotador, difícil de soportar. El diálogo, pues, se convierte en un enemigo.
La narrativa lineal a la que obliga el público objetivo para el cual se produce la cinta es un escollo para desplegar las virtudes de su autor, que ha estado condenado desde sus inicios a aceptar proyectos de bajo espíritu para poder al menos subsistir en un mundo artístico que tanto le apasiona.
Los mejores momentos acaban por ser los de lucha, pero no porque el combate resulte espectacular, sino porque el armazón del argumento desaparece por unos segundos y todo deviene en danza, en una cuya coreografía está plena de belleza.
Enfrentado a la imposibilidad de que unas hermosas imágenes consigan vencer a un argumento endeble y carente de inteligencia, Tarsem Singh se abandona definitivamente a sus tracerías visuales como el artista que se lanza al precipicio en su acto creativo más valiente. Ningún plano es convencional o predecible, el director se abalanza sobre cada detalle del guión para inventar una forma sorprendente de representarlo. Sólo el regreso a las férreas cadenas de una historia sin interés nos devuelven a la triste realidad de una película que termina por ser inequívocamente mediocre.
Cuando Tarsem tuvo la ocasión de hacer The Fall, pudo llevar a cabo su mayor placer, el de rodar por el mero hecho de rodar, y firmó una absoluta obra de arte. No existía argumento alguno, sólo el que una niña iba imaginando a modo de cuento, y el rodaje se planificaba en torno a la imaginación de aquella pequeña. Al liberarse del argumento convencional, el autor encontró la libertad creativa suficiente para colocar la cámara en el epicentro mismo de su imaginación. En Immortals, sin embargo, la necesidad de encauzar todas sus virtudes en favor de una historia lineal y mediocre ahoga en buena parte las posibilidades del encuentro con el espíritu de lo artístico.